Por P. Fernando Pascual

Cuando apenas tenía cinco años, Antonio María Claret (1807-1870) ya pensaba en la importancia de la eternidad.

Lo cuenta en su Autobiografía (capítulo II): «Las primeras ideas de que tengo memoria son de cuando tenía unos cinco años. Estando en la cama, en lugar de dormir, yo siempre he sido muy poco dormilón, pensaba en la eternidad, pensaba siempre, siempre, siempre; me figuraba unas distancias enormes, a éstas añadía otras y otras, y al ver que no alcanzaba al fin, me estremecía, y pensaba: los que tengan la desgracia de ir a la eternidad de penas, ¿jamás acabarán el penar, siempre tendrán que sufrir? ¡Sí, siempre, siempre tendrán que penar!»

Era el modo de pensar de un niño que, por un lado, intentaba comprender lo que sería lo eterno. Por otro, sentía una inmensa compasión ante la posibilidad de que alguien fuese condenado para siempre.

Lo explica en las líneas siguientes de ese mismo texto: «Esto me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo; y esta idea de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que, ya sea por lo tierno que empezó en mí, o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente».

San Antonio María Claret explicaba cómo desde esa idea se comprende su incansable dinamismo misionero, su deseo constante de predicar a otros para ayudarles a llegar al cielo, a la eternidad del amor.

Así lo dice el santo: «Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva en la conversión de los pecadores, en el púlpito, en el confesionario, por medio de libros, estampas, hojas volantes, conversaciones familiares, etc., etc.»

Un volcán de apostolado arrancó desde esa idea que se introdujo en el corazón de un niño, que luego sería sacerdote, fundador de dos congregaciones religiosas, misionero y obispo.

Como san Antonio María Claret, y como tantos otros santos de todos los tiempos, la idea de la eternidad nos puede ayudar ahora a ser discípulos y misioneros.

Basta con que nos demos cuenta de lo mucho que nos ama Dios, del peligro de que haya quienes se alejen (para siempre) de Su Amor, y de la alegría inmensa que experimentaremos si, tras acoger la misericordia del Padre, podremos gozar, eternamente, de su cielo de amor.

 

Imagen de Vytautas Markūnas SDB en Cathopic


 

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