Por Jaime Septién
Hace un siglo, allá por 1924, México se encontraba en un momento terrible. Por un lado, la Revolución había terminado, pero el odio recorría las venas de la nación. La Constitución de 1917 había sido, entre otras cosas, dirigida contra la Iglesia católica. Plutarco Elías Calles iniciaba su gobierno, con las baterías puestas en contra de los católicos y… de los chinos (vaya uno a saber por qué).
En medio de ese ambiente enrarecido, un hombre de una sola pieza, don Manuel Urquiza Figueroa, tuvo la inspiración de fijar en pocas palabras, en una jaculatoria, el anhelo de perdón, de reconciliación, de esperanza que latía en el corazón de los mexicanos: “Sagrado Corazón de Jesús, perdónanos y sé nuestro Rey”.
Esa jaculatoria —que está inscrita en el templo del Cerro del Cubilete— recupera su vigencia en estos tiempos revueltos donde las ideologías se han convertido en ídolos, suplantando la fe en Dios por la fe en el partido, en el líder, en la dádiva de lo que nos pertenece, pero que se otorga como un regalo (con moño de urna electoral).
Arrepentirnos desde lo más íntimo de la flojera que nos invade para hacer presencia en la plaza pública y reconocer el reinado de Dios en la patria, son dos actos que nos harían fuertes ante la avalancha de desatinos a la que está sometiendo a México un modelo de política que no tiende puentes y que utiliza al pueblo como arma arrojadiza contra quienes “no son pueblo”.
Gracias a Dios, en este contexto, el papa Francisco nos ha regalado su cuarta encíclica, “Dilexit nos” (“Nos amó”) para renovar nuestra fe en el amor humano y divino del corazón de Jesús. El único amor que salva. Hay que leerla, meditarla, agradecer su vigencia para nosotros. Y para el mundo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de noviembre de 2024 No. 1530