Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

Corre en labios de ciertos habitantes de las ciudades mayores del país, la acusación o lamentación de que las calles hierven de niños callejeros, los cuales, desde sus ropas usadas y sus caras manchadas de avitaminosis, constituyen un denigrante borrón sobre la estética urbana y un ejercicio colectivo de mendicidad infantil. Habrá que acabar luego con el espectáculo. Pero no todos los niños que andan en la calle son callejeros. Por ejemplo, los niños ricos y rubios no son callejeros, aunque se pasen todo el día en las esquinas saboreando pastelillos de crema y jugando con hermosos perros de pelajes color miel.

Tampoco son callejeros los niños que en la calle limpian automóviles, cargan bultos en los mercados, venden chicles al paso de los transeúntes, pregonan unos globos color de estrella, ofrecen carteras de plástico y ositos tristes de peluche a cuantos salen del café con la última risa y brasa del cigarro. Y en el cruce de las avenidas donde estalla la alta marea de los vehículos enfebrecidos por la prisa urbana, los niños que vienen del barrio lejano, del barrio enfermo de cascajo y ladrillos a medio poner, improvisan el circo callejero con actuaciones de payasos, malabaristas, trapecistas y tragafuegos. Coopere usted con lo que guste. Ayúdeme para comprar un pan.

Llegaron a media mañana a trabajar y no se irán de su esquina, de su cruce de avenidas, de su banqueta tumultuosa hasta que la noche avanzada llegue con el ultimo cliente, el tambaleo del borracho, el policía, la mujer de melena falsa con los ojos cargados de músicas y la boca pintada de azul. No son callejeros estos niños, sino trabajadores de la calle, que es cosa muy distinta. Trabajan en la calle, porque es el único lugar donde pueden trabajar al no encontrar otro y al no poder, por la edad y la prohibición de la ley, emplearse en fábricas y comercios.

Claro que el trabajo en la calle es eventual y peligroso. Son modos de vivir que no dan para vivir. ¿Pero se van a morir de hambre? ¿No tienen ganas, también ellos, de un pastelillo de crema como los niños rubios? ¿Van a regresar a casa, al barrio enfermo de tierra suelta y desilusión, con las manos vacías donde espera la madre que lava ajeno? Por favor, no confundir estos gajos de vida con la telenovela romántica de suspiro-ficción.

Tampoco son niños callejeros los que juegan en la calle. Niño callejero es el vago, el perezoso, el abandonado de padre y madre que por lo mismo hace de la calle su hogar, el que por no estudiar ni trabajar anda todo el día en la calle donde suele amistar con sus iguales y urdir alguna trastada.

El niño necesita del juego como del pan. ¿Y dónde quiere usted, señor mío, que jueguen estos niños víctimas de la injusticia y del desamor, si viven en una especie de casa o de cajón sin patio, sin jardín, sin alberca climatizada? ¿Si en su barrio no hay parque, juegos mecánicos, ni centro recreativo? ¿Si las pocas canchas de juego de la ciudad las acaparan los jóvenes mientras dejan a los niños nada más mirando?

No añadamos injusticia a la injusticia tachando de callejeros a los niños que en la calle trabajan y juegan, porque es el único sitio donde pueden trabajar y jugar.

* Artículo publicado en El Sol de México, 7 de septiembre de 1989; El Sol de San Luis, 9 de septiembre de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de enero de 2025 No. 1542

 


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