Por Arturo Zárate Ruiz
Los milagros fortalecen nuestra fe. Pero, salvo los que tuvieron lugar hasta tiempos de Jesucristo y los Apóstoles, no son materia obligada de esa fe.
No quiere decir que los milagros posteriores, por ejemplo, los que muchos santos han prodigado en la historia de la Iglesia no sean verdaderos. Lo son. Pero no son el asunto mismo de nuestra fe.
Aun los milagros de Cristo versan menos sobre la fe misma que sobre entender mejor esa fe. Por ejemplo, Jesús fue concebido y nació de una Virgen por su naturaleza divina. Murió por ser también hombre y por cargar los pecados de nosotros, los hombres. Ciertamente, resucitó porque, como Dios, era y es dueño de la vida y la muerte.
Del mismo modo, los milagros posteriores a la Revelación nos ayudan a entender algún punto de nuestra fe. Aunque no estemos obligados a creer en la aparición de la Virgen en el Tepeyac, por ella recordamos que María es Madre de la Iglesia, como lo dice Juan en su Evangelio, al encomendarle Cristo a la Mujer el convertirse en Madre de Juan, y por extensión, de todo discípulo; Madre ella también, como se lee en Hechos, tras presidir en la oración a los apósteles en Pentecostés.
Ahora bien, sean milagros propios de la Revelación o posteriores nos informan en general sobre una creencia clave: Dios es creador no sólo de lo visible, también de lo invisible, es decir, de lo natural pero también de lo sobrenatural. Algunos herejes, en especial los deístas, dicen que Dios no es más que un buen relojero que, tras crear el Universo, le dio cuerda y se olvidó de él; que no requiere atenderlo porque le prescribió unas leyes en su naturaleza que no puede ya cambiar ni modificar. Un milagro sería un cambio de opinión en un Ser Supremo Perfecto, dicen, y, por tanto, no puede cambiar de opinión y contradecirse rompiendo sus decretos en la naturaleza, la cual una vez creada no puede sino seguir el curso que prescriben sus inalterables leyes. Lo que olvidan los deístas y otros herejes similares es que Dios, junto con lo natural, creó lo sobrenatural. De allí que los milagros no sean un cambio en sus planes sobre lo natural sino algo que el Todopoderoso previó en lo sobrenatural desde toda la Eternidad, aun el intervenir en el tiempo y la historia humana, por ejemplo, cuando Josué inspirado por Dios detuvo el Sol para ganar así la batalla contra sus enemigos.
Imposible, dicen, según las leyes de la naturaleza, pero real una vez reconociendo, por fe, el ámbito de lo sobrenatural, algo que no cambia sino trasciende lo natural.
De allí que milagros posteriores nos sirvan para recordarnos ese ámbito de lo invisible, lo sobrenatural, como el del Sol que danzó en Fátima. Aunque no obligados por la fe, si confirmados por más de 40 mil testigos, entre ellos varios periodistas ateos enemigos de la Iglesia, sabemos que de hecho ocurrió eso “imposible” en Cova da Iria.
Sabemos también de los milagros en Lourdes. Lo confirman los testimonios escrupulosísimos de los médicos. El primer milagro consistió en la aparición de inervaciones que se carecían y le permitirían caminar al niño de la señora de Bouhouhorts.
En el siglo XVII ocurrió en Zaragoza un milagro más ostentoso, por decirlo de alguna manera: un trabajador de la construcción perdió una pierna, la cual sepultaron tal como se debe por respeto al cuerpo que en el futuro resucitará. Sucedió que, de la noche a la mañana, según testimoniaron los médicos, muchos religiosos y muchos otros testigos, le volvió a crecer a él otra pierna, sanísima. La que habían sepultado seguía en la fosa, en condiciones de putrefacción, como todo cuerpo que sufre la muerte.
Aunque no estemos obligados a creer en estos milagros posteriores a la Revelación como materia en sí de nuestra fe, son reales en términos del testimonio fiable recibido por muchos testigos. Y nos informan sobre asuntos de fe en sí, como lo que se ha dicho ya: la realidad de lo sobrenatural y el que María sea nuestra Madre.
Nos informan también sobre un asunto más de fe: la comunión de los santos. Pertenecemos al pueblo de Dios y, como pueblo suyo, participamos de su gracia, la cual los santos en ocasiones manifiestan para dar sobre todo gloria a Dios, y amar y beneficiar a sus hermanos.