Por Arturo Zárate Ruiz

La mejor manera de identificar nuestros pecados es notando qué mandamiento de Dios o de la Iglesia no cumplimos, por ejemplo, honrar a nuestros padres, santificar las fiestas, no matarás, no fornicarás, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, etc.

Conviene en ocasiones revisar los matices de nuestros pecados. Se hace así, por ejemplo, en los tribunales de justicia al sopesar si un homicidio fue doloso o culposo, uno sin intención, pero aun así punible por el descuido prevenible, el otro castigable con dureza por haberse cometido con premeditación, alevosía y ventaja. Se puede además analizar un pecado según el motivo, los medios y la oportunidad, como cuando se investiga a un posible delincuente. O según la materia, la intención y los medios.

La materia define el pecado, por ejemplo, no ir a misa el domingo. Si hubo la intención de no ir, como cuando uno prefiere simplemente pasar todo el día en la playa, es grave. No deja de ser un pecado si no hubo la intención, pero sí un descuido prevenible como olvidarlo o quedarse todo el día dormido. Tal vez sólo haya disculpa si es imposible asistir a misa como cuando uno está enfermo, atado o incapacitado. Aun entonces queda la oportunidad de hacer una comunión espiritual, si no estamos inconscientes.

Dante, en su Infierno, nos ofrece al menos dos matices básicos, que se basan en la gravedad del pecado. Un primer tipo se refiere a los incontinentes, quienes pecaron no tanto por quererlo sino por no saber controlar sus impulsos. Allí pone Dante, entre otros, a los lujuriosos, los glotones, los avaros y los iracundos y los violentos, todos cegados por la pasión. Otro tipo es el de quienes quisieron deliberadamente pecar, y para ello pervirtieron con astucia el uso de su razón, entre otros, los fraudulentos y los traidores. Así, pecar deliberadamente es más grave: supone ya malicia, no sólo debilidad de carácter.

En el Yo Pecador reconocemos que hemos pecado de palabra, pensamiento, obra y omisión. No debemos suponer de inmediato que los pecados de obra, como lo es el asesinar, son los más graves necesariamente. Lo es también la omisión, como el hacerse de la vista gorda cuando otros asesinan o, por decirlo de otra manera, tanto peca el que mata la vaca como el que le estira la pata. Ciertamente es gravísimo el escándalo, el llevar a otros a pecar, como cuando les vendemos droga o los llevamos a un centro de perversiones. Pero no es menos pecado el mero pensar cuando la materia es grave, como el negar con toda intención a Dios, aun cuando nadie lo sepa y no sea penado por el Estado, con eso de la libertad del pensamiento.

Hay los pecados “estructurales”, por ejemplo, cuando se permite en una sociedad la esclavitud. Soy culpable de ese pecado en la medida en que participe o lo promueva. No sería culpable si ni lo apruebo ni tengo los medios para evitar o al menos aminorar lo que una sociedad impone.

Hay niveles en las ataduras del pecado. En ocasiones peco una sola vez. Aunque no deje de ofender a Dios entonces, me es más fácil dejar de cometer malas acciones porque aún no estoy habituado. La atadura aprieta cuando el pecado se repite hasta convertirse en hábito, en un vicio. Podríamos decir que, de ser hipócritas, disimulando el pecado para que no reconozcan que hemos hecho mal y más bien nos consideren buenos, es un signo de que todavía hay oportunidad de conversión. «La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud», escribió François de La Rochefoucauld. La apretura es gravísima cuando presumimos el vicio como virtud, como cuando el político de “avanzada” aprueba en el Congreso “los derechos reproductivos” o, peor, defiende el aborto sin escatimar su nombre. Ya hay quienes así lo hacen. Ese nivel de malicia la llamó “vulgaridad” Baltasar Gracián.

Cualesquiera que sean nuestros pecados y sus matices, hay que confesarlos ante el sacerdote, reconociendo nuestra culpa, arrepintiéndonos y proponiéndonos a no volver a pecar. Aunque sea esto último difícil, sobre todo si estamos empantanados en un vicio, hay que esforzarnos para salir de él, y, sobre todo, confiar en Dios y acudir a su gracia.

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