Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Nuestro contexto histórico viene marcado por un egoísmo galopante en el cual el ser humano es un problema a pesar de la afirmación de Gabriel Marcel (1889-1973) de que el ‘hombre es un misterio’, agravado por lo que parece más importante ‘el tener’ sobre ‘el ser’. Felices por tener y no por ser misterio que implica el tiempo pero lo trasciende también implicándolo en la dirección de eternidad.
En Medio Oriente los conflictos permanentes por motivos religiosos, ideológicos y de nivel de geopolítica; la invasión rusa a esta nación independiente de Ucrania: muerte, destrucción y miedo; el surgimiento de China como una gran potencia geopolítica en una gran polarización frente a Estados Unidos cuyo presidente electo posee la narrativa de ‘MEGA’, por sus siglas en inglés, ‘hacer a América grande otra vez’, con su tufo racista, antiinmigrante y de un conservadurismo rancio. Más allá de sus discursos violentos y xenófobos, tiene las intenciones no solo de cambiar nombres, sino de apoderarse del Golfo de México, por el potencial de su petróleo.
Ante este panorama sumamos la problemática nacional, familiar e individual.
Seguimos en la línea de los cientos de muertos y desaparecidos; el eslogan propagandista de ‘primero los pobres’ aunque en los hechos verdaderos sería ‘todos pobres’; el tren Maya en teoría y en la realidad, la destrucción del ecosistema de la selva; la carencia de medicinas y de atención médica, como en Oaxaca, lejos de las alturas médicas de Dinamarca , y un largo etcétera.
Estamos lanzados al consumismo de las emociones; no importa la verdad objetiva. La evidencia es la saturación de la emoción. Existen más allá del cansancio las fatigas en todos los órdenes. Los fracasos existenciales en lo profesional, en el matrimonio, en la vida familiar. La soledad amarga. Los miedos y una ancianidad que pesa. Cómo desearíamos cantar lo que decía Jorge Luis Borges: ‘Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principio de la primavera y seguiría hasta el otoño; contemplaría más amaneceres y jugaría con más niños; si tuviera la vida por delante…’
Pero a pesar de los males contextuales y existenciales, está el ‘tejido del alma que es la esperanza’ como lo señala el mismo Marcel.
La esperanza que surge ante el nacimiento de un niño, don de Dios y caricia de Dios.
La esperanza nos convierte en peregrinos de la esperanza por el Bautismo de Jesús.
El Bautismo de Jesús, nos recuerda nuestro propio bautismo, tan profundo y maravilloso; Jesús es Dios con el Padre, y por su Bautismo tenemos su presentación mesiánica: ‘ Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco’ (Lc 3, 15-16.21-22); por su Bautismo y el bautismo de su muerte y resurrección, nuestro propio bautismo por el agua y el Espíritu Santo, nos convertimos en ‘partícipes de la naturaleza divina’; somos incorporados a la familia de Dios. Participamos de la comunión con el Padre, -hijos del Padre, redimidos y hermanos del Hijo, e inhabitados por el Espíritu Santo. Bautizados, o sumergidos a través del agua y del Espíritu Santo, en el misterio y realidad de la Santísima Trinidad.
El hombre no puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia por madre, como lo sentencian los Padres de la Iglesia: el agua se convierte en el símbolo materno de la Iglesia.
Por eso ante el ambiente desolador y dramático de nuestro tiempo, poseemos el ser divino, hijos de Dios, germen de la nueva humanidad, para decir siempre ‘sí’ al proyecto de Dios Amor, según el cual, desde nuestra fe bautismal, valoramos la dignidad y grandeza de todo ser humano, infravalorada por las ideologías malsanas y las políticas efímeras.
Como hijos de Dios por nuestro bautismo, hemos de vivir una vida cristiana coherente con amar a Dios y a los hermanos como Cristo los ha amado. Hemos de orar y sentirnos miembros verdaderos de la Familia de Dios; hemos de buscar formarnos en un discernimiento conforme a la Verdad y en docilidad al Espíritu Santo.
Ante los vacíos y males de nuestro tiempo, hemos de vivir con gozo nuestra perseverancia de comunión con Cristo, a través de nuestra comunión con el Papa y el respeto y amor a nuestros hermanos, los humanos.
Si en el Bautismo de Jesús se ‘abrió el Cielo’ y el Padre lo señala como su Hijo predilecto; también en nuestro bautismo y en la oración diaria como hijos del Padre y hermanos de Jesús, el Cielo está abierto para nosotros. De aquí ha de existir la confianza total en el Padre y una docilidad humilde a sus designios.
En este nuestro tiempo caótico nos urge una experiencia personal de Dios. No podemos vivir la fe como una simple herencia familiar, de costumbre o cultural. Hay que descubrir en nuestro corazón ‘un misterio más grande que él mismo’, según von Balthasar. Hemos de descubrir en el fondo de nuestro ser esa Presencia, que procede de nuestro interior.
Por nuestro bautismo y por la experiencia viva y profunda de Dios, hemos de sentir ante la soledad, la depresión y el dolor, el experimentar su compañía.
Como bautizados en Cristo, hemos sido constituidos peregrinos del Absoluto, peregrinos de la esperanza.
Imagen de Shannon Lawford en Pixabay