Por Jaime Septién
Cuando alguien siente temor del poder que atesora, trata de buscar un enemigo al que recurrir para que la gente no lo mire a él (o a ella) y mire al enemigo. Es una narrativa compleja que expone los peores abismos del hombre y lo desnuda al paso del tiempo. La historia no perdona ni perdonará jamás a quien, en nombre de la seguridad de un país, pisotee la dignidad de los extranjeros.
Yo no sé de estadísticas fiables, pero he hablado con migrantes que vienen de Haití, me he encontrado en los cruceros a familias guatemaltecas, a mamás hondureñas, a chiquillos colombianos. No he tropezado con un solo gesto de violencia. Ni un amago. Están a la intemperie. Solos, desubicados, entregados a la buena voluntad de quienes pasen por ahí y les tiren una moneda.
Nadie puede “querer” ese tipo de subsistencia. Vienen huyendo de los balazos, de las extorsiones, de la pobreza, de la miseria y de gorilas disfrazados de líderes carismáticos, capaces de expulsar –caso Venezuela– a más de siete millones de personas y decir de ellos que son traidores, tiquismiquis, golfillos o truhanes. Tampoco –caso Trump– que son criminales, violadores, asesinos.
Lo hemos dicho una y mil veces en El Observador: la Iglesia (que somos los bautizados) en México es la gran protectora de los migrantes. Reconoce en ellos a la Sagrada Familia (familia migrante) y en cada drama que los ha expulsado de su tierra, una herida que solo la misericordia, la caridad y la fraternidad pueden curar.
Los tiempos son duros. Van a serlo más. Contra la expulsión, unión. Y contra el descaro, amparo. Es orden del papa Francisco. Y la hemos de cumplir.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de febrero de 2025 No. 1543