Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

La voz se expandió por el micrófono, urgida y clara: Llaman por teléfono a Julio Perales. Era la llamada que esperaba con ansia desde que llegó, muy temprano, a la oficina. La llamada con que un familiar le comunicaba, desde el sanatorio, que ya era padre de un varoncito.

Cuando llegó volando al sanatorio, no hizo más que preguntar cómo estaba su esposa, ella era la preocupación; el bebé era un desconocido, un ser un poco extraño que estaba allí aprendiendo a llorar. Se parece a ti, insinuó alguien. Pero el nuevo padre no pudo reconocerse en esa cara roja, hinchada, tibia.

Los amigos lo abrazaban. ¿Felicitaciones? Ah, sí, era padre. Lo que a él le importaba era que ella estaba tranquila y que por fin dormía. Porque no es nada fácil aprender a ser padres. Es la asignatura pendiente de muchos, el examen profesional que no es fácil sustentar.

Un crecido número usurpa el nombre de padre, cuando en realidad es únicamente progenitor. El progenitor cumple carnalmente con una acción demasiado fugaz y acaso episódica. Solo en el reino del espíritu halla su gloria, su justificación plenamente humana, el hombre que es padre. Paternidad no es engendrar, sino educar lo engendrado, como que la educación es la generación que nunca termina.

Julio Perales está ahí ante la cuna sin poder hacer gran cosa. Es la madre a quien está confiadamente puesta la vida del bebé. A veces el papá tiene la alegría de darle torpemente el biberón, ayudarle en los primeros pasos, provocar los balbuceos iniciales, mientras llega el momento en que el hijo descubre al padre y lo necesita. Mamá no será extraña a este descubrimiento del padre; desde que el hijo sepa reconocer a papá y articular estas dos sílabas, le hablará de él y hará cada día de su regreso al hogar, todo un acontecimiento: “Papá va a venir”.

Pero como la mayoría no está preparado a ser padre, sino que la paternidad le cae al joven de pronto y de sorpresa, el hijo ha de espolearlo para que se entregue a su misión de guía, protector y educador; para que sea mejor esposo, redoble el esfuerzo en el trabajo, acumule fuerzas morales y mantenga ante el hijo la imagen sin mancha de héroe del hogar.

Para los pequeños, hay dos personas en el mundo que lo saben todo, lo pueden todo y, por encima, son buenísimos, más buenos que nadie: papá y mamá; aunque el papá sabe más y puede más que la mamá ante los ojos del niño. Los admira y lo venera. Cree en él. Es su ídolo y su orgullo. ¿Y cuándo falla el padre? ¿Cuándo no aparece ni física ni moralmente en el hogar? ¿Cuándo es infiel a la esposa, que es además una forma de ser infiel al hijo? ¿Cuándo el trabajo y la vida social lo absorben, y el hijo apenas tiene unas cuantas horas de papá, unos ratos cronometrados de papá? Entonces el hijo derrumba al ídolo y el orgullo se le vuelve desprecio y rencor.

Veraz y precioso este proverbio judío: “Quien arrulla una cuna, arrulla al mundo”.

* Artículo publicado en El Sol de San Luis, 10 de junio de 1989; El Sol de México, 15 de junio de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 16 de febrero de 2025 No. 1545

 


 

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