Por Jaime Septién
“El mundo cayó en manos de unos locos con carné”, decía la canción de Serrat. Eso que sonaba a broma es hoy realidad. Una cruda realidad. En su colaboración para El País, el novelista Antonio Muñoz Molina escribió: “En otros tiempos la riqueza y el poder implicaban una rígida solemnidad, una formalidad sombría; hoy se considera que el privilegio no es solo poseer, sino poder destrozar.”
Qué duro aceptarlo. Ver Gaza destruida y pensar que los magnates quieren echar a 1.8 millones de personas para construir algo similar a Las Vegas, mueve a escándalo. Ver cómo los presidentes de Rusia y Estados Unidos se juegan el futuro de Ucrania (y el futuro del planeta) como si se tratara de una partida de póker, mueve a la rabia. ¿Están seguros estos barones del desprecio que no son ellos los que sobran en la faz de la Tierra?
Lo peor es que en todos lados se invoca el nombre de Dios. Y el Papa, hospitalizado, ha de estar sufriendo el doble. Él, que ha llamado a la guerra como lo que es, una diabólica locura, es el último referente de paz en un mundo que parece embelesado con los tambores de la violencia.
“Lo que se construye a base de fuerza, y no a partir de la verdad sobre la igual dignidad de todo ser humano, mal comienza y mal terminará”, decía Francisco en una carta inédita a los obispos de Estados Unidos, y al presidente de esa nación. El triunfo de los que solamente piensan en sus intereses (mayormente económicos) puede parecer eterno, pero es efímero. Cuando la fuerza sustituye a la verdad, la humanidad se oscurece. La salida es la luz de la fe. Saber que el mal no prevalecerá. Aunque estemos colgados de un hilo, con el abismo debajo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de marzo de 2025 No. 1548