Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Parece que el ser humano está condenado a morir; es ‘un ser para la muerte’, como afirma Heidegger. Pero esto es un completo y soberano absurdo; existen en el corazón de la persona humana ese anhelo de supervivencia. El deseo innato de la Verdad plena, del Bien sin fin, de la Belleza absoluta, de la Justicia que en nuestro mundo no se cumple; es una quimera, imposible de darse, según Habermas, pues según él, Dios no existe.
Y según santo Tomás de Aquino, ningún deseo natural es vano. La persona humana tiene esa tendencia teleológica de la plenitud. La dignidad de la persona es infinita y trascendente, como lo señala el Papa Francisco.
Es verdad que así como Jesús ese Viernes Santo de su pasión y de su muerte exclamó en la liturgia de su momento culminante: ‘¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?’ del Salmo 22, <21, 2. Así lo han vivido nuestros hermanos que encarnan en su propia vida y muerte, al Jesús de la historia del Viernes Santo.
Del pasado, las crueldades y las masacres de las guerras, del ‘homo hominis lupus’ de Hobbes,-el hombre lobo del hombre. En nuestro pasado inmediato, los lugares de exterminio como Auschwitz. En nuestro presente, en nuestro México, los narcocrímenes y los narcotormentos; físicos y la gran carga de sufrimiento para sus madres, familiares y amigos cercanos.
El empeño del absurdo es manifiesto. No hemos nacido para la muerte; es solo un paso hacia la eternidad. Nacimos en el tiempo, pero nuestro horizonte definitivo está más allá de las estrellas.
El grito litúrgico y angustiado de Cristo, se ha de integrar en nuestra vida; tocamos la nada, pero el Padre, por el sacrificio de su Hijo, acude a rescatarnos de la muerte.
Jesús está presente en los rostros y corazones dolidos; en una humanidad crucificada, en los pequeños, pobres y migrantes del mundo.
La liturgia del Viernes Santo ha de llenar de consuelo y esperanza, nuestro sufrimiento y el sufrimiento de los hermanos, los humanos, que son el Siervo Doliente, hoy.
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