Por Arturo Zárate Ruiz
Seguir una moda en ocasiones implica hacer a un lado lo que es bueno. Me acuerdo de cuando se pusieron en boga las corbatas y las solapas de traje anchísimas, todo con colores muy chillones. Quienes así vestían parecían payasos aun sin haber todavía calzado unos zapatos que más bien eran zancos. Lo peor eran unos pantalones ajustadísimos que lastimaban la virilidad y se abrochaban a la altura de la cadera. A quienes se atrevían a usarlos se les atiplaba la voz. A algunos se les enchinaba inclusive el pelo al estilo afro. Decían que por haber ido a la “estética”. Creo que más bien ocurría así por el infame dolor.
De esa época me acuerdo vestir más bien pantalones de corte clásico, como los que todavía uso. Jamás envejecen. Siempre están de moda. Y son cómodos, sin perder elegancia. Pero los vestí no por elección sino porque era el uniforme escolar. “¡Qué aburrido!”, creía así, por no dejarme de atraer lo novedoso.
Después de todo, lo nuevo tiene no pocas veces sus ventajas. Muchas prendas de algodón ya no encogen por venir mezcladas con otras fibras, muchas de ellas artificiales. Y no dejan de ser frescas. Confieso que acudo al micro no sólo para calentar comida, también para cocinar. Si uno sabe emplearlo, hasta un pastel de carne sabe a gloria, no hablemos de que sin dificultad se calientan allí las tortillas, quedando suaves y tiernitas para unos tacos. Es además un aparato fácil de usar, una vez que uno entiende todos sus botones.
Sí, excelente y en verdad innovador fue la invención del fuego, por muy remoto que haya ocurrido este hecho en la historia humana. El problema sigue siendo, sin embargo, que tan sólo se nos ofrezca algo novedoso, no algo también bueno. Mera novedad ha sido siempre el agregarle, el petulante, mucha paja mojada a la lumbre. Dejar el carbón a punto de brasa requiere maestría en quien asa un buen corte de carne. Y eso es lo que aprecia un verdadero conocedor, no el impresionable que se asombra con el abundante humo y las llamas que llegan hasta sus bigotes, arruinando, para colmo, el platillo.
En alguna medida, hoy se les exige a los artistas, para ellos ganar fama, firmar de manera muy visible sus creaciones. Este firmar es muy aceptable, pero se convierte en problema cuando el artista, en vez de preocuparse por su obra en sí, busca a como dé lugar el aplauso. He allí que muchos buscan renombre compitiendo no en excelencia, sino en lo tan solo novedoso. Inventan entonces un inaudito adefesio que embauque a quienes presumen de expertos, pues éstos identifican lo que parece nuevo con lo genial, aunque no lo sea ni lo uno ni lo otro.
La historia del arte se empaña así con una sucesión de modas en que se vende la dizque innovación sin la ventaja de lo bien hecho. No quiero decir que la innovación no sea deseable y bien lograda. He allí los manchones de Van Gogh. Pero los manchones de mi nieta, por mucho que la quiera a ella, no son de ninguna manera excelsos. Aun así, quienes se dicen expertos no parecen entenderlo. Hay quienes elogian como obras de arte maestras unos excrementos enlatados, como ha ocurrido en un museo de Nueva York.
La ofuscación por lo novedoso no se reduce a las artes. También afecta a la filosofía y a las ciencias. Al menos de Descartes en adelante, la historia de la filosofía dejó de ser, en gran medida, un estudio del Ser y se convirtió en una investigación de los pensamientos («Pienso, luego existo») que, por residir en la cabeza del pensador, son siempre cambiantes y subjetivos. Nos informan sólo del estado mental del filósofo, no de la realidad externa. Es más, al dizque filósofo se le aprecia ahora como bueno cuando propone algo nuevo, no cuando revela la verdad, la cual, ni algunos científicos creen ya en ella, por considerar sus investigaciones como meras modas. Así lo deja entrever Kuhn. Todo queda en proponer algo nuevo.
Lo más peligroso es que así se dé en la religión. Una es la fe revelada. Uno no puede, por el prurito de novedad, cambiarla aun cuando sea posible profundizar su comprensión, como bien lo enseñó el papa Benedicto XVI. Así, por muy nuevo que suene afirmar que a todo cristiano le corresponde compartir su fe, y esto es cierto y en gran medida deseable, sólo el obispo, por sucesión apostólica es quien, además de sus muchos estudios, ha recibido autoridad de Jesús para enseñarla.
Imagen de 👀 Mabel Amber, who will one day en Pixabay