Por Jaime Septién

Comienzo con una pequeña anécdota. Ocurrió aquí, en San Luis, hace 30 años. En la oficina del arzobispo don Arturo Szymanski. Comenzaba a circular El Observador, el periódico que fundamos mi mujer y yo, junto con una serie de periodistas, con la idea de hacer de la fe una cultura.

Entre los invitados a debatir el futuro del periódico (íbamos en el número 2) se encontraba “monse” Peñalosa, como le decía el padre Darío Pedroza a don Joaquín Antonio. Obviamente, yo lo conocía. Lo había leído bastante. Me gustaba muchísimo su poesía, etcétera. Era para mí, al mismo tiempo, un honor y un temor el que estuviera en la mesa de las deliberaciones.

El temor se cumplió. Al finalizar mi exigua presentación, lo vi enrojecer. Me enseñó la revista Vida Nueva de España y me dijo, palabras más, palabras menos, que no le estuviera haciendo al loco, que copiara el mensuario español y que me dejara de sueños guajiros. Al retirarse de la oficina de don Arturo Szymanski lanzó una sentencia que, por fortuna, no ha tenido efecto: “Siga con esto y no va a llegar al número cinco” (Esta semana sale a la luz el número 1533).

Sin embargo, las navidades siguientes, hasta la de su muerte en 1999, recibí unos sobres blancos con el remitente mecanografiado y adentro un poema y algunas palabras de amistad. Era su forma de decirme que se había equivocado en su pronóstico y de darme una palmada en la espalda. Palmada que, para mí significó mucho. Un grande como Peñalosa se daba el tiempo de publicar poesía con nosotros. Recuerdo un poema bellísimo en el que hablaba de las manos de su abuela…

Entonces no conocía al periodista Peñalosa. Debo a Juan Pascual Gay y a David Ortiz el habérmelo mostrado y el haber obtenido el permiso de sus albaceas para compartir en El Observador, semana a semana desde hace un par de años, esta serie de artículos que hoy se presenta como un libro. Justamente de ello quiero hablar: de la recepción actual, en 2025, de los artículos escritos entre 1988 y 1997 en el Sol de San Luis y en el Sol de México.

Lo primero que salta a la luz es la vocación de Peñalosa por los más pequeños, por los olvidados, los migrantes, los niños de la calle, las mujeres golpeadas, los hambrientos, los despojados de su dignidad por el poder despótico. ¿Les suena actual esto? Hay muchos artículos, muchos, por ejemplo, el que publicó en el Sol de San Luis el 29 de julio de 1989 en el que destroza la moral burguesa. Así termina:

 El burgués sigue escribiendo con mayúscula el Deber, el Orden, la Responsabilidad, la Respetabilidad. Pero siempre con el yo por delante. Si observa ciertas normas teñidas de moralidad, es para obtener fama y éxito, sin importar apenas la dimensión social de las virtudes, ni la conversión de la vida, ni la rectitud del corazón, ni el progreso efectivo del mundo.

 La gran trampa del burgués es acabar creyendo en sus propias apariencias. Cree que está lleno de virtudes, cuando en realidad es un cementerio de chatarra.

O este otro que publicó el 11 de octubre de 1990 en el Sol de México y en el que demuestra cómo el arma de una sonrisa puede demostrar la humanidad de los indígenas frente al Papa Paulo III.

Para que no quepa duda, fray Julián Garcés, primer obispo de Tlaxcala, escribe una admirable carta en los más elegantes latines que se escribieron aquí en el siglo XVI, al Papa Paulo III para defender la racionalidad del indio y su dignidad humana.

Paulo III contesta luego, el 1 de junio de 1537, con la bula Sublimis Deus: los indios son personas humanas y, como tales, no han de ser privados de sus bienes ni de su libertad, ni deberán hacerlos esclavos. La leyenda, que es la espuma de la historia, dice que, para acabar de cerciorarse de la naturaleza humana del indio, el Papa preguntó: ¿Se ríen los indios? Sí, santo padre.

Una simple sonrisa morena comprobaba la eterna novedad del hombre conforme destruía los prejuicios raciales. Los prejuicios raciales que aún no terminan ni en el nuevo, ni en el viejo mundo.

Puedo encontrar muchos ejemplos más, pero quisiera, mejor, que ustedes lean con atención esta faceta, casi profética, el periodismo punzante, gracioso, de buen humor y de profundidad intelectual del “ilustre potosino”, como lo llamó el ilustre regiomontano Gabriel Zaid en un artículo de Letras Libres.

En ese texto, Zaid hace el recuento de las facetas de Peñalosa: sacerdote, poeta, investigador, editor, nacionalista, potosino, humanista, crítico, sociólogo, periodista, polígrafo e… inclasificable. Con tal catálogo de cualidades, era lógico que algún día alguien como el poeta chiapaneco Jaime Sabines le preguntar asombrado a Peñalosa: “¿De dónde salió usted?”

Porque monseñor rompió los moldes racionalistas, casi diría jacobinos, que los mexicanos traemos como sello oficial en la conciencia. Moldes según los cuales un católico y más un sacerdote o somos unos chapuceros que espantamos a los niños y a las beatas con el fuego del infierno, o unos perfectos taimados que vivimos tomando rosquillas y chocolate, rezando el santo rosario y criticando la inmoralidad del mundo que nos tocó vivir.

Y al pensamiento, a la palabra precisa, el periodismo de Peñalosa le agregó ese plus del maravilloso del cristianismo que se llama misericordia. Y que queda bien marcado en: “La vendedora de gardenias”:

La pobreza fue siempre ingeniosa, desde los pícaros españoles de los siglos de oro hasta el mexicanísimo Periquillo Sarniento y sus descendientes de carne y hueso que hoy han tomado calles, plazas, esquinas, jardines para su humilde y versátil comercio de hormigas afanosas.

La vendedora de gardenias me mira desde sus percales oscuros y su hambre morena.

 -Si en cinco días no vendo las flores, se me habrán marchitado. ¿Con qué dinero podré regresar a mi tierra?

 Calle arriba huele a paraíso. Si en cinco días no se venden, se habrán marchitado las gardenias y con ellas, también, su vendedora de grandes ojos tristes.

Hormigas afanosas, percales oscuros, hambre morena, olor a paraíso… Peñalosa fue un periodista de lo invisible, un hacedor de milagros de piedad, un sacerdote raro a quien agradezco que se haya equivocado en su profecía sobre El Observador y a quien hoy los lectores de El Observador reciben como su contemporáneo. Porque, como dijo Chesterton, el gran aporte del catolicismo es el sabernos contemporáneos del hombre de todos los tiempos. Especialmente de los niños abandonados, de los ancianos olvidados y de las vendedoras de gardenias.

NOTA: Ponencia leída durante la presentación del libro Día con día colaboraciones periodísticas 1988-1997, del padre Joaquín Antonio Peñalosa en el marco de la 49 Feria Nacional del Libro de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de abril de 2025 No. 1553

 


 

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