Por Carlos Díaz
Javier Sicilia, mi viejo amigo de IMDOSOC, ya no pudo volver a ser el mismo tras el vil asesinato de su hijo Juan Francisco a manos del crimen organizado en México y fundó el marzo de 2011 el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que lo condujo a marchar por todo el país en una verdadera cruzada para conjurar la normalización de la violencia. Estas son algunas de sus palabras:
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“¿Por qué dejé de escribir poesía? La pregunta –que se me ha hecho infinidad de veces –una pregunta que la propia poesía y la filosofía no dejan de hacer a todos los poetas que, como Rimbaud, Hölderlin o Celán, se han sumido de diferentes maneras en el silencio-, carece en el fondo de sentido. Alguien calla porque algo lo rebasó. Es todo. Su silencio, lo incomunicable que se instaló en él, es su respuesta. Sin embargo, esa respuesta que debería bastar no es suficiente en el caso del poeta.
Cuando el mal cayó en mi vida de manera brutal en el asesinato de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos, el sufrimiento y el silencio se me impusieron de manera inmediata y perentoria. Ante esa experiencia -la muerte de un hijo-, para la cual los milenios de humanidad no han podido forjar una palabra que la contenga, las cosas dejaron de resonar en mi interior, como si estuvieran vacías. Lo único que había allí, que continúa estando allí, es, como lo he escrito varias veces, una sensación de desarraigo de la vida que se parece a (un estado atenuado de) la muerte y que resuena en la carne como un sufrimiento físico en donde falta el aire y duele el corazón; una especie de desorden biológico y psíquico (producido) por la liberación brutal de un amor cuyo objeto (me había sido) brutal e injustamente arrancado y cuyo ultraje me había abierto, en medio de la impotencia, a un vacío tan oscuro como la muerte misma.
Un estado que la tradición cristiana ha llamado derrelicción y que Simone Weil -otra que también terminó por asumir el silencio- llamó con un lenguaje más directo la ‘desdicha’. Después no he dejado de escuchar ese mismo sufrimiento en boca de otros padres, de
otras madres, y detrás de él la misma angustia, la misma desolación, el mismo hueco que no encuentra la palabra para decirse.
Uno cierra entonces los ojos cada noche y mira a unos muchachos asustados -uno de ellos mi hijo- frente a unos tipos armados que los golpean, los humillan, los vejan y finalmente van ejecutando uno a uno asfixiándolos con bolsas de plástico. Mira a una adolescente violada durante varios días enteros por otros seres humanos y luego arrodillada, frente a la fosa que cavaron para ella, decapitada brutalmente.
Allí, en medio de esas imágenes que sucedieron, pero que siguen sucediendo en el presente de la memoria, que se te imponen como si se hubieran grabado para siempre en la carne, el horror, el temor, la angustia, los ojos abiertos y el cuerpo paralizado de terror, junto con una profunda sensación de culpabilidad y suciedad -la misma que debería sentir el criminal y que no siente- se apoderan de ti. Abres los ojos en medio del sobresalto y del ahogo del grito y lo que miras es la noche, la oscuridad de la noche y el silencio inmenso detrás de la angustia que te acompañó a lo largo del día y que el consuelo, el abrazo de otros, el amor, atenuaron poco.
¿Qué sucede cuando el icono es destrozado? Que ya no hay mediación posible. Cuando asesinaron a mi hijo y a sus amigos, ese icono, esa presencia de Dios en mi vida, quedó destrozada. No hay ya y no ha habido palabra que pueda dar cuenta de ese horror y, al mismo tiempo, del misterio de Dios. Llegado a esos límites donde el mal irrumpe con toda la fuerza de su no significación, lo que queda es la oscuridad abisal de donde surge un rumor ininteligible cuyo sonido es el silencio.
Es la experiencia atroz del viernes y del sábado santos en donde la palabra encarnada, después de haberse vuelto maldición en la cruz, desciende bajo el silencio de Dios y de los hombres -es el único momento en la liturgia cristiana en donde la palabra de la misa guarda silencio- a la oscuridad de la tumba. No es el vacío de donde emana la palabra, un vacío, un hueco blanco, sino el hueco oscuro, a donde, a causa de la violencia del mal, vuelve todo y aguarda en una esperanza tan oscura como el hueco al que descendió. Nada hay allí que pueda contener la palabra degradada.
Yo sé que detrás de esta noche de la fe -como si una especie de oscuro saber traspasara la tiniebla absoluta en la que mi experiencia sensible se encuentra- que mi Juanelo, y todos los inocentes muertos, habitan en la resurrección. Sé, sin embargo, también, que en este lado de la tiniebla yo me encuentro, como el espectador de los cuadros negros de Rothko y el poeta que recita frente a ellos sus poemas más extremos, en el límite del sentido, y que delante de esa tiniebla no puedo ya decir nada.
Mi lengua, al menos mi lengua sagrada, no alcanza a articularse bajo el peso de la asfixia. Está, frente a la oscuridad del viernes y del sábado santos, o mejor, frente al hueco del abismo, tratando de escuchar el rumor de luz que viene de su fondo, el aleteo de la resurrección de una nación y de un lenguaje que se difiere densamente en el tiempo y se sostiene únicamente ‘en el brillo desnudo de la nada’, por el puro hueco del amor.
Un poeta, al menos el poeta que yo soy, a pesar de haber sido asfixiado en su decir poético fundamental, el poema, o de haber renunciado a él (en un mundo donde la palabra ha sido degradada por la mentira y el crimen, el mejor poema es el no escrito) no deja de ser, sin embargo, un poeta.
El vocatus que lo posee, y que es inseparable del amor lo hace seguir mirando y sintiendo paradójicamente desde allí, y al hacerlo expresa el amor con otro lenguaje, sobre todo el de la carnalidad -un beso, un abrazo, el llanto compartido en medio de la compasión- y el del discurso que trata de recordar, si no fragmentos del significado del ser, que quedó en el silencio de la noche, al menos los significados de la polis extraviados en el mal y su barbarie.
Como Job, pero de manera atenuada, porque el amor de los hombres ha compensado algo de mi desdicha, es necesario que continúe amando o queriendo amar frente a esa noche, frente a ese hueco donde los significados ya no son débiles y sólo habita la verdad del silencio.
Quizá un buen día, como se le concedió a Juan Gelman -quien en un breve y hermoso poema me lo aseveró, él, que sufrió lo que yo y cada víctima del mundo- el rumor de Dios que viene de la noche, del abismo sin fin, me vuelva a revelar la belleza, el icono de Dios, y entonces la palabra del poema vuelva a desatarse en mí, una palabra que quizá, como dice Humberto Beck le sucedió a Celan, deba incorporar ‘el silencio, el lenguaje, y algo más que los excede: la exterioridad absoluta de lo totalmente otro’.
O quizá no, y sólo se me conceda abismarme en el silencio de la contemplación donde -semejante a Hölderlin o a alguien que ha decidido quedarse en la capilla Rothko mirando esos iconos vacíos- aguarde el milagro de la presencia destruida: el rostro de la resurrección”.
Javier Sicilia, por el momento el último anarquista cristiano que se reconoce como tal, uno de los más connotados novelistas y escritores de México desde hace tiempo, a pesar de todo no haya dejado de escribir poesía, porque su alma es total y absolutamente poética, por lo cual me permito seguir teniéndole por grande, pues poesía y sólo poesía, poesía mística incluso, es la prosa que acabamos de leer.
La esperanza
Yo sé que detrás de esta noche de la fe -como si una especie de oscuro saber traspasara la tiniebla absoluta en la que mi experiencia sensible se encuentra- que mi Juanelo, y todos los inocentes muertos, habitan en la resurrección”.
Los silencios
Cuando el mal cayó en mi vida de manera brutal en el asesinato de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos, el sufrimiento y el silencio se me impusieron de manera inmediata y perentoria. Ante esa experiencia -la muerte de un hijo-, para la cual los milenios de humanidad no han podido forjar una palabra que la contenga, las cosas dejaron de resonar en mi interior, como si estuvieran vacías”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de mayo de 2025 No. 1556