Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La vida de Cristo se desenvuelve en diversos períodos de la historia humana, mismos que son asumidos por él como parte sustantiva de su obra salvadora. Asumir es redimir. Cristo nos salva entrando en nuestra historia humana y, actuando en ella, la convierte en un “misterio de su vida” o “misterio de salvación”.
Esto es lo que celebramos los cristianos en la liturgia y así damos culto a Dios. Lo hacemos como “memorial”, como recuerdo viviente de su presencia entre nosotros. Él es el Viviente. “Cristo es el mismo ayer, ahora y para siempre”, leemos en Hebreos 13, 8. Los católicos no celebramos mitos ni fantasías supersticiosas sino la presencia salvadora de Dios con nosotros y para el que quiera creer.
Entender esto es capital. Esta historia humano-divina comenzó “desde antes de la creación del mundo”, en el secreto íntimo de Dios. La Biblia la describe en varias etapas: a) su preparación con la creación del “cielo y de la tierra” y la humanidad”; b) su tropiezo inicial hasta el diluvio; c) el nuevo pueblo de Dios con Abraham; d) el crecimiento de Israel con Moisés y los Profetas; e) la etapa culminante de esta historia (o plenitud de los tiempos) con Cristo y su obra redentora: pasión, muerte y Resurrección; f) después con el envió del Espíritu santo a los apóstoles para enseñar al mundo entero: Este es el Tiempo de la Iglesia que estamos viviendo; g) continuará con el fin de los tiempos o retorno de Cristo glorioso y Juicio universal; h) y concluirá con la consumación de los tiempos, cuando Cristo entregue su Reino al Padre, y “Dios sea todo en todos”. Entonces “estaremos siempre con el Señor”.
Este es el plan maravilloso de Dios, preparado desde la eternidad, manifestado en Cristo y encomendado por él, mediante su Espíritu santo, a la Iglesia. Este plan salvador fue rechazado por “los sabios y entendidos de este mudo y dado a conocer a la gente sencilla”. Comenzó la salvación en el seno de María, la virgen humilde de Nazaret; después, junto a Jesús en la cruz, con el discípulo Juan y un grupo de mujeres, al que se sumó el ladrón arrepentido. Éstos creyeron en Jesús y les abrieron las puertas de su Reino. El otro ladrón, el renegado, los paseantes y mirones se divertían retando al crucificado a bajar de la cruz, mientras los prácticos negociaban el precio de la venta, el reparto de sus vestidos y las autoridades, al parejo, se liberaron del incómodo y conservaron el poder.
Lo mismo de siempre. A lo largo de la vida eclesial, comenzando por lo sucedido a san Pablo en la culta Atenas, el cristianismo ha acumulado epítetos de locura e insensatez. No lo entendieron ni los sabios ni los poderosos, porque el “jefe de este mundo”, el Diablo, les cerró el entendimiento. Si lo hubieran comprendido, “nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria”, explicará después san Pablo, recordando aquí que Jesús, desde la cruz, imploró su perdón apelando a su ignorancia.
El cardenal Gianfranco Ravasi, hombre de cultura, en su prólogo a la obra poética de Alda Merini, habla del “teatro de la burla”, y de cómo “se apesanta sobre el Calvario no solo el odio del mundo en este duelo épico entre el Bien y el Mal”, sino que se elige ese montecillo para esclarecer “la salvaje brutalidad de la humanidad que lo convierte en el horrible carnaval que describe san Lucas: “Toda la multitud se reunió para el espectáculo” (23,48). Convertir el Misterio en espectáculo ha sido siempre escapatoria redituable. Otra cosa es vivirlo, enfrentando el escándalo, la Sabiduría de Dios.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de mayo de 2025 No. 1557