Por P. Joaquín Antonio Peñalosa
Cuando concluyó el curso escolar, su padre, que era un ingeniero de minas, le obsequió de premio una jaquita que enseguida montó el chiquillo. Al pasar el río, el animal se encabritó y arrojó de cabeza al niño que perdió el sentido. Al percatarse unos campesinos, lo llevaron a su choza para prestarle ayuda; pero apenas volvió en sí, el niño montó de nuevo: No quiero que la gente vaya a pensar que soy miedoso.
Años más tarde, tenía entonces 36 y una cara de muchacho y unos ojos grandes, lo sacaron de los sótanos camino al paredón. No quiso que le vendaran los ojos, porque su valor ahora se había sublimado, sacó de la bolsa un pequeño crucifijo y oró. Posición de tiradores, ordenó el comandante. Miguel Agustín abrió los brazos en cruz y cerró los ojos; así oyó las demás órdenes previas sin cambiar de postura, sin que su rostro reflejara miedo o turbación. Sonaron las descargas. Cayó suavemente sobre el lado derecho. El sargento le dio el tiro de gracia. Era el 23 de noviembre de 1927.
Había nacido en Guadalupe, Zacatecas, el año de 1891. Su casa quedaba al otro lado del famosos convento franciscano que fue el centro de las andanzas de fray Antonio Margil de Jesús. Trabajaba de oficinista en el negocio de su padre, quien desde 1898 se había trasladado a Concepción del Oro junto con la esposa y los once hijos, cuando decidió, en plenos veinte años, ingresar en la Compañía de Jesús. Era tan hábil para el canto, la guitarra, el dibujo, los versos repentistas y el gracejo a flor de labios. Más de una muchacha se quedaría suspirando.
En 1911 entró al noviciado que estaba en Estación Dávalos, cerca de Zamora; ahí comenzaron los dolores de cabeza y estómago que durarían cerca de quince años; también comenzó un vivo deseo de ser mártir, este sí incurable. Fue la obsesión de su vida.
Como las cosas en México no andaban nada bien, los superiores lo enviaron a estudiar al extranjero y así estuvo sucesivamente en Los Gatos, California, USA; Granada de España, Granada de Nicaragua, Sarriá cerca de Barcelona y Enghien en Bélgica, donde cursó ciencias sociales, porque anhelaba trabajar por la promoción de los obreros cuando regresara a la patria.
Ordenado sacerdote en 1925 sufrió tres operaciones del estómago, mientras los médicos aseguraban que no tenía remedio, se trataba de un caso desesperado.
Regresó a México en 1926 en plena persecución religiosa. Le quedaban menos de dos años de vida en que desplegó una actividad asombrosa. Ayuda a los presos, sostiene con casa, vestido y sustento a un centenar de familias, recoge a niños expósitos, confiesa largas horas, predica ejercicios, siempre a salto de mata, sin odio a los perseguidores, sin un comentario adverso, ajeno a toda política como no sea el interés de ayudar al espíritu y al cuerpo de sus semejantes. Supo unir las dos grandes notas antitéticas de su personalidad, el sentido del humor con una profunda vida interior.
Un atentado dinamitero en contra de Álvaro Obregón, presidente electo, fue la ocasión con que lo encarcelaron y dictaron en su contra sentencia de muerte sin ningún juicio legal. Un agente de policía, Quintana, le pidió perdón antes de la ejecución: No solo te perdono, sino que te doy las gracias.
El próximo 25 de septiembre, el papa Juan Pablo II beatificará en el Vaticano a Miguel Agustín Pro, otro mexicano universal. *
*Artículo publicado en El Sol de San Luis, 3 de septiembre de 1988.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de julio de 2025 No. 1566