Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Pocos, pero memorables, fueron los discursos del Papa Montini, primero como cardenal y después ya como romano Pontífice, durante el Concilio Vaticano II. Tengo a la vista el mensaje de clausura del Concilio (7, XII, 1965) y tomo como encabezado el título de su discurso, que parte del hombre para acceder a Dios, al estilo de san Agustín: “Que me conozca para que te conozca”.

El Papa se explica refrescando la memoria de los posibles oyentes y alude al pensamiento de su antecesor y convocador del Concilio, a san Juan XXIII, cuya intención fue llevar medicina al hombre enfermo y curar con misericordia sus males, para poder conducirlo, sano y salvo –salvado–, al reencuentro con su origen y destino, Dios. El hombre es camino obligado de la Iglesia hacia Dios.

En efecto, los obispos de todo el mundo fueron llamados para escuchar su diagnóstico sobre el hombre concreto en el terreno de su labor pastoral, según el consejo de Jesús: el buen pastor conoce a sus ovejas; así éstas lo reconocen como tal, pues a un extraño no lo seguirán. De ahí le vino al Concilio el calificativo de “pastoral”. A sus ovejas, a esas precisamente, al hombre concreto va a hablar el Concilio con cariño y con verdad.

Enseguida, el Papa nos explica que, aunque corriendo el riesgo del rechazo y de la burla –de locura, dice–, el hombre moderno, retornando a su razón, reconocerá la oferta conciliar como un remedio “verdaderamente humano” para sus males. El Concilio, pues, habla al hombre de hoy, “tal como en realidad se presenta”, y cuyo diagnóstico papal transcribo.

Se trata, pues, “del hombre vivo, el hombre todo ocupado de sí, el hombre que sólo se hace cargo de su interés, pero pretende llamarse principio y razón de toda realidad; del hombre fenoménico, es decir, revestido de las vestiduras de sus innumerables apariencias; del hombre trágico, víctima de sus propios dramas; del hombre superhombre de ayer y de hoy, siempre frágil y falso, egoísta y feroz; del hombre infeliz de sí que ríe y que llora, versátil para desempeñar cualquier papel, amante de la sola realidad científica; del hombre como es: individualista y social, engreído de su éxito y soñador; del hombre santo y pecador”.

Y prosigue: “Este humanismo profano ha terminado en una terrible actitud desafiante, en cierto sentido, al Concilio, pues “la religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios”.

Pero, ¿qué ha sucedido? ¿Un enfrentamiento? No. La antigua historia del Samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio”. Y presagia que, “al darle mérito, al menos en esto al Concilio, ustedes los Humanistas modernos, negadores de la trascendencia de las cosas supremas, reconocerán Nuestro Humanismo. Pues deben saber que “también nosotros, nosotros más que todos, somos amantes del hombre…, que la religión católica es para el hombre”, porque cristianismo y humanismo se han desposado para siempre.

El vibrante análisis del Papa san Pablo VI sobre este pretendido humanismo, adaptado a México por el cardenal Felipe Arizmendi en las páginas vecinas, mucho nos complace; lo mismo que ver enriquecido últimamente nuestro semanario El Observador con nombres tan prestigiosos como el del analista y pensador don Gabriel Zaid, el sentido poeta el padre Joaquín Antonio Peñalosa, el admirado maestro Francisco Prieto y el fecundo Carlos Díaz, o la historiadora María Luisa Aspe,  testigos todos ellos de su fe católica, que enriquecen nuestras páginas, es decir, a los lectores, y ponen en alto su aprecio al infatigable y generoso empeño del matrimonio de Maité y Jaime Septién, raíz y fruto ya probado por tres décadas de ardua labor. Nombres, todos ellos, a escribirse en el Libro de la Vida. Felicidades.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de julio de 2025 No. 1567

 


 

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