Por José María Rodríguez Olaizola, sj

Un joven sacerdote italiano apareció, la pasada semana, muerto en su casa. Se había suicidado. La noticia ha provocado infinidad de ecos -también este- en redes.  Quizás impresiona especialmente al imaginar que la fe -que damos por supuesto y asentada en la vida de alguien que se consagra de este modo- no fue suficiente. Que no encontró en el evangelio la fortaleza necesaria para seguir, que la noche oscura que sin duda atravesó (fueran los motivos los que fueran) no se disipó con la luz del espíritu. Impresiona. Pero es real. Y es así.

Ni siquiera la fe nos protege de la vida, de la tormenta y de la fragilidad del ser humano. El sacerdote no es alguien que, por tenerlo todo mucho más claro se haya convertido en un cristiano invulnerable. De hecho no lo tiene todo mucho más claro. Participa de las zozobras, de los quebrantos, de los temores y las inseguridades; del mismo modo que participa de las alegrías, las fiestas, la valentía y la convicción del ser humano ante las incertidumbres de la vida. Ama a Jesús hasta el punto de consagrar su vida, pero eso no quiere decir que en ocasiones no se vea sacudido por las olas, con miedo a naufragar, y tenga que gritar, como aquellos primeros pescadores: “Sálvanos que perecemos”.  Su fe no es un seguro a prueba de tristezas y soledades. Su oración en ocasiones será pozo en que saciar la sed, y en otras ocasiones resultará árida y silenciosa.  Hay días en que cargará con el peso de muchas heridas propias y ajenas, y días en que se sentirá incapaz de hacerlo. Hay días en que la Eucaristía le vendrá grande y se verá desbordado por lo que conmemora. Quizás haya en su propia historia equivocaciones, fracasos y pobrezas que no lo hacen menos digno del evangelio, sino en realidad uno de sus personajes más reales. Es buen pastor, sí, pero también hijo pródigo. Es buen samaritano, pero también herido al borde del camino. Es discípulo, enviado a sanar corazones afligidos, a la vez que llora a los pies del maestro por todo lo que en su propia vida ha sido mediocridad e incoherencia.

Como sacerdotes tenemos que ser capaces de contar también esto. Que el seguimiento de Jesús no es la virtud especial de héroes más fuertes, más creyentes, más sólidos. Que hay días en que nos muerde la soledad, sentimos la sobrecarga, puede la impotencia al no saber responder a lo que otros necesitan, y parece que la motivación escasea. Que en ocasiones nos hartamos de nosotros mismos. Y de luchar siempre batallas que parecen no tener final.

Sin dramatizar tampoco. Es la vida de tanta gente, con sus sombras y aristas. Pero si no somos capaces de compartir también esto, al final el camino puede hacerse demasiado cuesta arriba. Y entonces hay quien abandona. O quien se convierte en funcionario. Quien se instala en la amargura. O, desgraciadamente, quien no puede más y se rinde de la vida.

 
Imagen de David Mitchell en Pixabay


 

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