Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La singularidad del (mal) llamado problema religioso se origina en la misma naturaleza humana, en el ser humano como tal, sin posibilidad de escapatoria, porque el hombre, no sólo es un ser religioso, sino que es religión: está re-ligado, por su mismo ser creatural a la trascendencia o divinidad, y destinado a superarse a sí mismo. A ser siempre más: semper major. Quien pierde esta dimensión, se degrada en humanidad.
Esbozamos aquí este proceso.
El ser humano, como está ligado a la trascendencia lo está a la inmanencia, al mundo de la materia como su entorno natural. No a lamateria bruta, sino dotada de racionalidad. Pertenece a ese conglomerado humano, del cual es parte y origen a la vez, que llamamos humanidad. El hombre es autor y protagonista de su propia historia haciendo uso de su inteligencia y libertad, expresándolas mediante valores morales como son la solidaridad, fraternidad, responsabilidad, amistad… Conjuntar armónicamente esta doble realidad, vertical y horizontal, en una distinta y mayor, es tarea y condición para realizar en plenitud su humanidad. El ser humano religioso, sociable, fraterno, amoroso y servicial llegará a ser una persona humana auténtica, integral. A este hombre real y concreto, con virtudes y carencias, los cristianos, herederos como somos de la experiencia humana y religiosa de Israel, lo consideramos “imagen y semejanza de Dios”, y, así considerado, es al que Jesucristo elevó hasta la infinita dignidad de hijo de Dios.
No fue iniciativa de nuestro padre Adán, sino insinuación del diablo camuflado de serpiente, quien lo incitó al irracional intento de ser como Dios. Y lo sigue siendo, pues todo pecado personal no es sino calca del original. Por eso, Adán con su taparrabo y Caín con su tatuaje, siguen recorriendo el mundo sin lograr encubrir su vergüenza. Será Cristo quien, vestido de nuestra humanidad en el seno de María, asumiendo nuestra desnudez en la Cruz, y revestido de gloria en su resurrección, el único capaz de liberar al hombre de su desnudez, y revestirlo de gloria y esplendor. A este proceso lo llamamos “humanismo cristiano”, porque protegiendo al hombre, damos gloria al Creador.
Como Adán no logró ser Dios, su descendencia se convirtió en caricatura de su intento, y lo único que pudo oponer a Dios fue el magnífico don que de Él había recibido: Su Libertad. Rechazando a Dios y ridiculizando su imagen, se autodenominó independiente, creyéndose capaz de ocupar su lugar y emular su poder. Así nació el dominio del hombre sobre el hombre, del hermano contra el hermano, o sea, el poder absoluto del tirano, como le llama Platón. La fila es interminable: faraones, reyes, emperadores, caudillos, dictadores, tlatoanis o como se hagan llamar, pues lo que buscan los poderosos no son hermanos ni semejantes ni ciudadanos, sino esclavos, súbditos, servidores, clientes, electores… Conseguido el poder, cambian costumbres y decretan leyes y reglamentos para mantener el orden y perpetuarse en el poder. La orden de Jesús a sus discípulos es severa: “Entre ustedes no será así”.
El resultado, también sentenciado por Jesús, será idéntico al suyo, el rechazo. Lo comprueba la historia de la humanidad: Toda tiranía pretende asimilar la religión a su causa para manipularla, neutralizarla o eliminarla. No la puede soportar. Es evidente la necesidad de la ley humana para conducir las cosas creadas conforme a su propio fin, que es su bien, según el designio del Creador. Se llama “ley eterna”, porque Dios lo es. De ella participa la ley humana; pero “si contradice la razón, simplemente no será ley, sino más bien perversión de la ley”, enseña santo Tomás. Así lo será el dar como dádiva lo que se debe en justicia. Y lo demás.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de agosto de 2025 No. 1570