Por P. Fernando Pascual
Podemos encontrar libros sobre espiritualidad que invitan al silencio, al encuentro con uno mismo, a la paz interior, a la armonía con el universo y con los demás; libros que, además, dejan totalmente a un lado la idea de salvación.
Si el autor no es cristiano, el fenómeno puede explicarse fácilmente. El problema surge cuando autores católicos, incluso monjes o sacerdotes, escriben obras de espiritualidad donde no aparece la más mínima alusión a la obra redentora de Cristo.
En un mundo confuso como el nuestro, una espiritualidad “sin Cristo” puede ser de ayuda para sanar heridas, para volver a dimensiones esenciales de la vida, para reconocer que lo relativo es relativo.
Pero nunca una espiritualidad así, vacía de Cristo, podrá llegar a lo más profundo de los corazones: la urgente necesidad de recibir un don desde el mundo divino, que permita el perdón de los pecados y el acceso a un amor gratuito ofrecido por el Hijo de Dios hecho Hombre.
Filosofías, métodos de autosuperación, lecturas de buenos consejos para ver las cosas de modo diferente y equilibrado, sirven y acompañan a muchas personas en su camino interior.
Ese camino, sin embargo, llegará a un límite si no conseguimos reconocer la necesidad de que Dios encuentre un espacio en nuestra historia, reciba las lágrimas de quienes sufren, tome las manos de quienes se arrepienten de sus culpas, y abra un horizonte de vida eterna donde somos conocidos, esperados, amados.
Una espiritualidad que no ofrece a Cristo, aunque sea divulgada por un conocido escritor, incluso por quien es invitado a conferencias y a la prensa, no nos cura realmente, no nos ofrece lo único importante.
Sin tantas técnicas, sin tantas lecturas, sin tantos “retiros” donde se mezcla Buda y el yoga con elementos cristianos en un sincretismo confuso y engañoso, hoy, como ayer, hay muchas personas humildes y sencillos que “asaltan” el cielo y se abren a la fe.
Esas personas han aprendido a hacerse como niños. Por eso pueden decir, ayudados por el Espíritu, lo que solo nos lleva a la verdadera salvación y que recitamos en el Credo: Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor… Amén.
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