Queridos amigos y amigas:
Hoy, un día cualquiera, he estado con el párroco del lugar, el padre Jorge, en un pueblecito indígena maya al que además la UNESCO ha catalogado como pueblo mágico. Su nombre es Maní, que no alude a los cacahuetes, sino que es un nombre maya. El párroco Jorge, traductor oficial de algunos códices mayas, vive él mismo en un convento franciscano del siglo XVI, que tiene unas magnitudes abrumadoras, una joya varada en el tiempo y una sobriedad que ofende a toda mundanidad. Todo el convento es una desmesura, pero en ruinas. Se está cayendo a pedazos como todo en este paraíso perdido de indígenas olvidados por todos los gobiernos populistas. Por otra parte, botanista como lo es también, y de manera eminente, ha ido creando con el tiempo un botánico con plantas endémicas de la zona; cómo será la cosa, que los reyes de España, Felipe y Letizia, después de una cumbre internacional quisieron venir a visitarlo el año pasado, y así lo hicieron durante dos horas. Sin que yo por eso crea posible mi conversión tardía al espíritu monárquico, claro.
Pero lo que más me ha gustado, si cabe, es el primor con que Jorge me ha explicado la vivienda maya, que él mismo ha reconstruido técnicamente conforme al plan autóctono —es un eminente arqueólogo— considerando el calendario maya y las estaciones, los solsticios, los ciclos solares y todo eso. Debajo de esta casa en cuestión había un microclima paradisiaco cuando afuera el astro sol calentaba casi hasta derretir y la lluvia alternaba con él disputándose el terreno.
Y, si se me permite la autocorrección, lo que me ha gustado por sobre todo es la explicación de la escatología maya, llenando algunas de mis oceánicas lagunas de historia de las religiones, cuyas asimetrías son bastante simétricas en general más allá de las apariencias.
Y finalmente me ha invitado a comer —con dos monjitas que le ayudan— una comida tan bien sazonada como es propio en estas tierras. Me ha sacado tantas fotos, que yo no sabría reenviar —dada mi impericia— cómo reenviar a nadie…
Los pueblecitos en que están enclavadas estas lujuriantes naturalezas-vergel no son para un redactor tan pobre como yo; esto es una especie de réplica del jardín del Edén. No tengo capacidad narrativa para más, pero a buen entendedor pocas palabras bastan. Por no faltarle, no le falta a Maní ni un precioso cenote al que he descendido bien agarradito por un acólito.
Y ahora me voy a encontrar con unas personitas no poco necesitadas que habitan estos lugares. Pero todas estas maravillas están habitadas por personas depauperadas, atrasadas, abandonadas por la historia criminal de la “humanidad”. No me cabe la bucólica ante la teodramática. Cuando me pregunto por la capacidad de la inteligencia artificial para neutralizar lo antinatural, me invade la perplejidad. Pese a todo, ¿cómo podría yo responder a tanto don?
Los yucatecos, como Armando Manzanero, son bajitos, y sumamente acogedores. Yo creo que la persona humilde tiene que ser bajita, cabezona, y yucateca. La antítesis de don Quijote.
Todo esto en un sólo día que aún no ha concluido.
Con todo mi cariño, Carlos.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de octubre de 2025 No. 1578