Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“Las matemáticas son la gimnasia del espíritu y una preparación para la filosofía” Isócrates

La numerología o práctica adivinatoria es un recurso que se vale de los números para atisbar el porvenir y que a los cristianos nos es familiar debido al uso que de ella hace el último de los libros de la Biblia, el Apocalipsis o Revelación, compuesto a partir de símbolos (imágenes, figuras, colores y números) que impiden entender lo que dice a quienes no tienen la clave para interpretarlo adecuadamente.

Los cristianos aprendieron de los judíos ese sistema. La cultura hebrea dividía los números en perfectos o imperfectos, dejando a los primeros la unidad y la divinidad (el 1), la dualidad (el 2), Dios (el 3), la creación del mundo (el 4 por los elementos y los puntos cardinales), la gracia divina (el 5, por los libros de la Torah), la plenitud o la perfección (el 7, por los días de la semana); la salvación el 8, el juicio final el 9, la perfección del orden divino el 10 y la obra de Dios en el mundo el 12.

Los números imperfectos iban al lado de estos. Así, el 3 ½ lo era por ser la mitad del siete, el 6 por ser la mitad del 12, el 11 por ser sinónimo de desorden, desorganización, imperfección, el 13 por considerársele de hostilidad, rebelión, apostasía y corrupción y el 666 –trinidad de números 6–, la complicidad con Satanás.

Las civilizaciones y culturas mesoamericanas hicieron lo propio, pues crearon un sistema numérico original y preciso cuyos elementos en común fueron:

  • Una base dualista derivada de un sistema de cómputo cifrado en el número veinte y en la posibilidad –desde una connotación mágica–, de asignar un número al destino de cada ser humano.
  • Un grado de refinamiento para las cuentas que permitió a los mayas usar el cero y con él un sistema contable muy operativo representado en guarismos donde los puntos son la unidad y las barras el 5.
  • El uso de un calendario solar (haab en maya y xihuitl en náhuatl) de 365 días, 18 meses de 20 días cada uno, más cinco días adicionales (uayeb en maya y nemontemi en náhuatl).
  • Un almanaque ritual de 260 días (tzolkin en maya y tonalpohualli en náhuatl), dividido en 13 veintenas a las que servía de base la combinación de 20 diferentes signos para cada día: el caimán, la muerte, el mono, el zopilote, el viento, el venado, la hierba, el temblor, la casa, el conejo, la caña, el pedernal, la lagartija, el agua, el jaguar, la lluvia, la serpiente, el perro, el águila y la flor.
  • De todo lo cual era posible asignar a cada persona un número cabalístico personal en el que el 2 era el origen o desdoblamiento, el 3 el fuego –por las piedras del tenamaste o fogón–, el 4 el cosmos –por los puntos cardinales–, y por la irregularidad de los números nones el 5 la inestabilidad y 9 el inframundo, el 13 la luz, el 20 la plenitud y el 400 el infinito.

La confección y uso del almanaque ritual como creación mesoamericana original y las combinaciones de sus 260 días aptas para combinarse hasta el infinito salvo por una relación siempre constatable con los 20 signos ya mencionados del calendario a otros tantos fenómenos atmosféricos, terrestres (plantas, aves y animales), le dieron identidad a las dos decenas de nombres que ya mencionamos y estaban en uso desde el año 1000 aC.

A decir de Stanislaw Iwaniszewski, dividir y ordenar el tiempo–espacio de esta manera permitió a las comunidades mesoamericanas sortear el tiempo–espacio neutral (en el que cada actividad humana carece de sentido y significado) y disponer de un marco de referencias cuajado de significados, con lo que esperaban sortear el caos y hasta relacionarse propositivamente con el prójimo.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de octubre de 2022 No. 1424

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