Por P. Fernando Pascual
Hay enemigos invisibles en lo físico y tangible. Un mosquito gira por la habitación. Empieza un escozor en el tobillo: nos ha picado. Buscamos y buscamos, pero no hay modo de dar con él.
También hay enemigos invisibles en el mundo del espíritu. Son ideas que inoculan odios en dosis pequeñas, hasta saturar nuestro corazón. Son imágenes que nos hacen reducir al otro, o a nosotros mismos, a objetos de placer. Son lecturas que generan ilusiones que nos apartan de los retos de cada día.
Un enemigo invisible actúa contra nosotros de incógnito. Cuando menos lo esperamos, ya ha dejado su veneno, ya ha dañado cuerpo y alma, y nos obliga a poner remedio a los males recibidos.
Nos gustaría identificar a esos enemigos invisibles antes de que lancen sus ataques, para evitar sus daños, para vivir seguros y bien defendidos.
La vida, sin embargo, está llena de esos enemigos que no descubrimos cuando nos ponen trampas, cuando giran a nuestro alrededor para encontrar ese punto vulnerable donde poder desencadenar su ofensiva.
Si llegó un ataque desprevenido, si un picor molesto nos avisa del triunfo de ese enemigo, hay que ponerse en marcha para paliar daños y para promover estrategias que nos ayuden a ser más cautos y menos vulnerables.
No siempre detendremos a esos enemigos invisibles, sobre todo cuando acometen con tentaciones sutiles que prometen ganancias fáciles y que luego provocan ese terrible daño del pecado.
Pero al menos podemos aprender, tras una emboscada que dejó heridas, a ser más prudentes, a evitar lecturas y conversaciones que dejan venenos en el alma, y a vivir más cerca de un Dios que cura, que perdona y que fortalece los corazones para vencer el pecado y para crecer, cada día, en el amor.
Imagen de Ohmydearlife en Pixabay