Por P. Fernando Pascual
En ocasiones nos encontramos con personas que intrigan, que tejen estrategias más o menos oscuras para lograr sus intereses.
Un político intriga para destruir a un adversario y subir en el partido. Un empresario intriga para mejorar el precio de sus acciones. Un oficinista intriga para vengarse de quien ha ascendido al puesto que desea alcanzar.
Por desgracia, también hay personas que intrigan en el mundo de la Iglesia: en la parroquia, o en el seminario, o en una congregación religiosa.
Detrás de la intriga hay ambiciones de poder, o sed de venganza, o simplemente un deseo extraño de desprestigiar a otros para sentirse superiores.
Duele constatar el daño que hacen las personas que intrigan. Sus víctimas perciben una malevolencia extraña, a veces casi diabólica, que busca destruirlas con palabras y mensajes llenos de desprecio.
Duele también ver cómo alguien ha sido esclavizado por ese terrible cáncer de la intriga. Porque el intrigante no solo daña a quien ha escogido como víctima, sino que destruye su propio corazón al poner en marcha acciones contra familiares, “amigos” o compañeros.
Si alguna vez nos hemos encontrado con personas que intrigan, sentimos el deseo de ayudarlas a recapacitar. A la vez, buscamos defender a quienes son objeto de sus manipulaciones astutas y rastreras.
En este tema, necesitamos tomar conciencia de que también nosotros podemos incurrir en la intriga, cuando nos dejamos atrapar por ambiciones deshonestas, o por deseos de venganza, o simplemente por ese ambiente superficial que “disfruta” cuando socava la fama de otros.
El mundo está demasiado lleno de mensajes falsos que buscan destruir a personas, incluso con niveles de acoso que son claramente delictivos.
Frente a tantos comentarios y escritos promovidos por personas que intrigan, necesitamos responder con un sincero amor a la justicia, para denunciar comportamientos que llevan a calumniar o difamar a otros, y para defender a quienes necesitan apoyo ante los ataques malévolos de intrigantes.