Por Arturo Zárate Ruiz
Podríamos llamar “arte” a la Creación de Dios, y reconocer en ésta, con justicia, lo más admirable. Pero por lo regular identificamos “arte” en obras humanas. No llamamos arte a una puesta de sol, aunque sea magnífica. Sí, a un cuadro de Monet.
Sucede que en una obra artística se revela el ingenio humano. Un mero trapo es más que fibra de algodón, es un artículo tejido por mentes y manos hábiles. Pero, aunque merezca mucho reconocimiento el autor, si lo conocemos, no es el autor lo que atrae primeramente nuestra atención, es la obra de arte.
Así, aunque la vida de Miguel Ángel podría, para muchos, resultar más que interesante y, en sí misma, merecer libros biográficos y hasta películas, Miguel Ángel nos llama la atención porque antes nos maravilló su obra, una obra que, aunque desconociéramos a su autor y su época, se goza ante todo por sí misma. Un gran pintor, conocido mío, pedía que en las exposiciones de autores novatos que se ocultase el nombre y el título del cuadro exhibido. Si él iba a juzgar la calidad de la pintura, lo haría por lo que cada una era en sí, no por aspectos, por decirlo de alguna manera, externos.
Con eso de que nos gustan los retratos y, a los católicos, las imágenes de Jesús y de sus santos, se nos olvida que el arte no es necesariamente representativo: he allí un jardín que, bien cuidado, es un primor en sí mismo; he allí muchas piezas musicales que asombran por su complejidad matemática.
Una obra de arte suele comunicar, ofrecer un mensaje de su autor al público. Pero no siempre tiene que ser así. Puede quedarse en un medio de expresión muy personal del artista, sin intención de llegar a nadie más. Somos muchos los que disfrutamos nuestros propios garabatos a solas, a quienes nos incomoda que los miren los demás. Es más, una obra de arte no exige ser medio de comunicación o de expresión. Antes que cualquier expresión es un objeto o actividad en sí mismo. Una fuga de Bach es admirable por lo que es, aun cuando no expresase o comunicase nada. Es como patear un balón de futbol. Nos gusta no porque lo hagamos bonito; nos gusta por el gozo en sí mismo de patearla. Es, por tanto, un error quebrarse la cabeza tratando de encontrar mensajes ulteriores en la obra artística cuando ni siquiera se le ha apreciado antes por lo que en sí misma ofrece.
Comunique o no, un arte para ser arte debe revelar una técnica. De hecho, “arte”, en griego, se dice “techné”, saber hacer. El mero trazo de una línea demuestra una capacidad o habilidad para lograrlo. Esa técnica es lo que hace al arte antes que nada imitable, reproducible, multiplicable en muchas obras similares más, sin que por ello deje cada uno de los trabajos de ser distinto, hermoso y nuevo.
Si bien el diseño es lo que más admira, los materiales de la obra artística la ennoblecen y dignifican. No es lo mismo un collar de plástico que uno de perlas. Aunque no estuviera mal hecho el David a la entrada de San Pedro, Nuevo León, desmerece por su yeso. No es de mármol como el de Miguel Ángel.
Los materiales son importantes al menos porque facilitan que la obra de arte sea perdurable, una meta a la que aspiran muchos de sus artistas, a menos que produzcan lo que ellos llaman “arte efímero” el cual, pronto desaparece, o aun jamás aparece, pero que estos artistas se las arreglan para cobrar muy bien a ricos pretensiosos.
Cabe señalar finalmente que las obras de arte son en alguna medida reflejo de las épocas en que se producen. El profundo relativismo del siglo pasado fue caldo de cultivo para muchas obras que no tienen ni pies ni cabeza, con eso de que “cada quien decide lo que es una obra de arte”, aun, en el museo, una lata de heces de un artista famoso. O, por la falta de fe y el materialismo contemporáneo, también abundan las obras hiperrealistas que representan con gran fidelidad escenas que se consideran, según unos, de la vida diaria, aunque, más bien, diría yo no pocas veces vulgares.
Por más excelente en técnica que sea el arte contemporáneo no suele abundar el que alabe a Dios. Y no pido que se le represente a Él. Pido sólo que refleje fe en lo que es verdadero Bien y verdadera Belleza. El Señor de los Anillos no tiene que hablar en lo más mínimo del Dios cristiano para convencernos de Él.