Por P. Fernando Pascual
Podemos dar un vestido, o una manta, o una silla, o un celular que no usamos. Podemos dar una limosna, o un libro, o unas medicinas antes de que caduquen.
Podemos, también, darnos a nosotros mismos. Es importante dar “cosas”, pero en ocasiones lo que el otro necesita es un corazón disponible, que sepa compartir tiempo y presencia, cariño y, lo más importante, amor.
Dar algo puede parecer fácil, aunque algunos regalos quizá implican un sacrificio por el afecto que sentimos hacia lo que damos. Darse uno mismo es más difícil, porque nos involucramos, nos arriesgamos.
El motivo para dar es el amor. Amor a quien necesita comida, o un abrigo, o unas botellas de agua. Amor a quien espera la cercanía respetuosa y amable de un nuevo amigo.
San Pablo alabó, en una de sus cartas, la generosidad de un grupo de cristianos, que no solo dieron bienes materiales, sino que se dieron a sí mismos (cf. 2Co 8,3-5).
La alabanza de Pablo agradece la colaboración de quienes, al ayudar, supieron hacerlo con toda el alma, “según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría” (2Co 9,7).
Dar y compartir lo que uno tiene, darse uno mismo, es un programa que vale hoy como en el pasado, porque nos hace un poco semejantes a Dios, que es amor y da continuamente amor.
Cada día podemos darnos un poco a los demás: en la familia, en el trabajo, en la parroquia, en los encuentros “casuales” con alguien en la calle o en una sala de espera.
Quienes reciban nuestro don experimentarán alegría, alivio, paz, porque no solo habrán satisfecho alguna necesidad, sino, sobre todo, porque podrán encontrar en nosotros a amigos que saben darse a sí mismos, a ejemplo de Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida por sus amigos (cf. Mt 20,26-28 y Jn 15,13).
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay





