Por P. Fernando Pascual
Hemos de cuidar las plantas, para que no se sequen. Hemos de cuidar la comida, para que no se estropee. Hemos de cuidar la computadora, para que no entren virus ni se dañe con un apagón de luz. Hemos de cuidar las relaciones para evitar conflictos innecesarios.
También tenemos que cuidarnos a nosotros mismos. Ello parece obvio respecto de la salud: evitamos corrientes de aire frío, comidas que aumenten el colesterol, medicinas usadas en exceso.
Vale también para nuestro interior. Tenemos que cuidar qué ideas entran a nuestra mente, qué emociones acogemos y dejamos crecer, qué proyectos acariciamos en la esperanza de mejorar nuestras vidas.
La propuesta del cuidado de uno mismo está presente en Sócrates. Aparece de modo intenso en un texto atribuido a Platón, el Alcibíades I, en el que Sócrates invita a un joven ambicioso a pensar no solo en su cuerpo, sino también en su alma (cf. Alcibíades I, 128b-131d).
También en la Apología de Sócrates escrita por Platón aparece la misma idea, cuando Sócrates invita a los atenienses a no ocuparse solamente de los cuerpos o de la riqueza, sino sobre todo del alma y de su plenitud (virtud, cf. Apología 30ab).
El cuidado de uno mismo puede ser visto como una actitud egoísta: ¿no deberíamos preocuparnos más por nuestros semejantes? Pero, como ha sido observado tantas veces, nadie da lo que no tiene. Si nuestro interior está herido por pasiones y pecados, ¿cómo podemos preocuparnos por los otros?
Por eso necesitamos emprender la tarea de cuidar nuestras almas, porque de nuestro interior, del corazón, como enseñaba Cristo, sale lo bueno y lo malo (cf. Mc 7,20-23), y por eso tenemos que purificarlo (cf. Mt 23,26).
En las muchas tareas que afrontamos cada día, necesitamos prestar siempre atención a la más importante de todas: el cuidado de uno mismo. De este modo, cuerpo y alma, mente y corazón, estarán abiertos a las ayudas de Dios, y podremos ofrecer al mundo una vida que se esfuerza por vivir en gracia y por darse generosamente a los demás.
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