Por Juan Diego Camarillo
Desde Juan Diego aprendemos que en los gestos sencillos y cotidianos se esconde la verdadera enseñanza católica sobre pedir favores a los santos.
Muchos hermanos cristianos, e incluso católicos, piensan que la intercesión de los santos es una forma de idolatría. Pero si miramos el acontecimiento guadalupano con detenimiento, descubrimos que, desde el Tepeyac, Dios mismo nos mostró que la santidad está en nuestro ADN.
La intercesión de los santos y el ejemplo de Juan Diego
La figura de santidad la vemos en la persona del indio Juan Diego. Nos dicen las fuentes históricas que la gente acudía a él, aquel varón santo, varón santísimo, para pedir su intercesión ante la Señora del Cielo. Era un favor que ya se le pedía en vida, no solo después de su muerte. Pero vemos esto de manera aún más temprana en la narrativa del mismo acontecimiento guadalupano, donde Juan Diego funge como embajador —intercesor— de su tío, para pedir la gracia del buen morir.
La santidad es así de simple, como la entendieron nuestros primeros hermanos indígenas tras la inculturación. Y así funciona hasta nuestros días: pedir favores a quien sentimos más capaz o más cercano a Dios, o a aquel que puede darnos esperanza para que venga pronto en nuestro auxilio.
“Ser escuchados en su súplica es uno de los mayores frutos de su íntima unión con Cristo. Su intercesión es su más alto servicio al designio de Dios” (CIC 956).
Cuando la devoción se confunde con superstición
Pienso que muchos de los hermanos que no creen en la intercesión de los santos lo hacen por una comprensión errónea de la religiosidad popular. No por los gestos de piedad en sí, sino por el significado que ellos mismos les atribuyen. Uno de esos malentendidos es la veneración de las imágenes y, otro, los gestos de piedad mal entendidos o exagerados.
Lo vemos, por ejemplo, cuando se pide escribir en un listón, encender cierta vela o usar objetos materiales, poniendo la intención en el objeto más que en la persona. En nuestro lenguaje, tanto físico como simbólico, esto se traduce en pensar que al tocar o comprar la figura de cierto santo uno se sana.
“El honor rendido a las imágenes se refiere a las personas representadas. Quien venera una imagen venera en ella al que está pintado” (CIC 2132).
Esa es la fe errónea que, a veces por un malentendido, hace que la gente deje de creer en la intercesión de los santos: piensan que son objetos que se compran o gracias que se venden. Y no es así.
“La piedad popular […] debe ser purificada de elementos mágicos o supersticiosos, sin apagar su autenticidad y su fuerza evangelizadora” (Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia, n. 204).
La comunión que sostiene nuestra fe
El antídoto para ese mal es reconocer los gestos que hacemos con buena intención al pedir una gracia para nosotros. Lo vemos especialmente en momentos de enfermedad o angustia, cuando tenemos un familiar que colabora en la Iglesia y le decimos: “Reza por mí”.
Estamos pidiendo la intercesión de alguien que sabemos que dedica su tiempo a Dios. Si bien Dios está en todas partes y podemos rezarle directamente, la fuerza de la intercesión se vive, sin duda, en los momentos de dificultad. Ya no eres tú solamente luchando por pedir una gracia, sino que el otro te acompaña con su fuerza, pidiendo a Dios que te bendiga.
“Unidos más estrechamente con Cristo, los santos no cesan de interceder por nosotros ante el Padre” (CIC 956).
“Creemos en la comunión de todos los fieles: de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican y de los que gozan de la gloria celestial” (CIC 962).
Por eso, cada vez que invocamos a un santo para que interceda por nosotros, respondemos a la fe primera de nuestros antepasados. A aquella confianza de los indígenas que encontraron esperanza en uno como ellos —en Juan Diego— a quien la Señora más pequeña hizo digno mensajero del Paraíso desde aquel día de Flor y Canto en la colina del Tepeyac. Ese Paraíso, esa tierra prometida, que es nuestra morada eterna.
Que Juan Diego y todos nuestros antepasados que gozan del Paraíso celeste junto a Santa María, intercedan por nosotros para reconocer como ellos el significado de la frase: “Que Dios te haga como Juan Diego”, es decir, ¡Que Dios te haga santo!





