Por P. Fernando Pascual
Cuando empieza una enfermedad, esperamos superarla en breve, con ayuda de los medios más eficaces. Otras veces, tenemos que reconocer que esa enfermedad llegó para quedarse, con todo lo implica para la vida de uno mismo y de familiares y conocidos.
Sea cual sea el horizonte que se abre ante nuestros ojos, la enfermedad dejará sus huellas. Incluso si logramos superarla en pocos días, no todo será igual que antes.
Como reconocía hace años un sacerdote italiano, el padre Lino Ciccone, las enfermedades de más seriedad nos permiten reconocer la precariedad de nuestra propia vida: soy frágil, soy vulnerable, estoy continuamente expuesto a tantas amenazas contra la salud.
Además, una enfermedad cambia nuestras relaciones con los demás, pues llega el momento de tratar con médicos y enfermeros, y de ponernos en manos de otros que nos cuidan y acompañan en los momentos más delicados.
Incluso cambia nuestro modo de mirar al futuro. La salud de la que gozábamos puede perderse, y hay que aprender a convivir con ese riesgo de enfermarnos que nos afecta a todos.
Si logramos la deseada curación, incluso “completa”, algo habrá cambiado en nuestras vidas: no podremos vivir como vivíamos antes de una enfermedad seria, porque hemos experimentado, en primera persona, nuestra fragilidad.
Si no llega la curación, el cambio es más profundo. Para convivir con la enfermedad, tendremos que reajustar muchas cosas: no haremos el deporte ni el trabajo que hacíamos antes, pero siempre habrá oportunidades para hacer el bien a otros.
La enfermedad, con sus huellas, nos pide un modo correcto de afrontarla, de aprender algo nuevo, de abrirnos a tantas personas buenas que día a día acompañan a los enfermos, y de abrirnos también a otros enfermos que empezamos a ver como cercanos a nuestros propios dolores.
La enfermedad, de modo especial, puede abrirnos a Dios, que da esperanza a todo ser humano, que nos consuela en medio del dolor, que sigue cerca, como buen samaritano, para que miremos las opciones de bien que están a nuestro alcance, y para que cultivemos la esperanza ante lo que el Padre nos ofrecerá cuando llegue el día en el que nos reciba, tras la muerte, en el cielo.
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