Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

¿Cuál es la primera cualidad que pide usted a un hombre? Brigitte Bardot, la artista francesa, contestó: Que no haga teatro, que no juegue con la verdad. Es facilísimo reconocer en teoría que uno puede equivocarse, por la sencilla razón de que nuestra inteligencia, tan poderosa, es también limitada. La verdad, que es un mar inabarcable, no puede caber en esa diminuta concha que es la mente humana.

En cambio, es dificilísimo reconocer en la práctica que uno se equivoca con frecuencia pertinaz. Por la sencilla razón de que, cegados por el orgullo y la vanidad, no aceptamos confesar nuestras limitaciones y errores. Creemos disminuirnos si decimos “perdonen ustedes, señores, pero me he equivocado”, cuando ese reconocimiento enaltece al hombre. Porque únicamente los imbéciles se creen infalibles y por lo mismo, están equivocados desde la raíz.

Es de sabios equivocarse, afirmó el refrán de los antiguos romanos. Pero es más sabio quien lo reconoce. Por eso en una discusión nadie gana; porque los contendientes no buscan tanto la verdad cuanto su verdad, no les interesa que triunfe la verdad sino su persona, con lo que la razón queda derrotada por la pasión.

Sucede que los engreídos de sí mismos, los enamorados de su yo, los que pretenden erigirse ante los demás como líderes del pensamiento y de la acción, disparan declaraciones, teorías y doctrinas convencidos de que cuanto afirman es la pura verdad. En consecuencia, jamás admitirán la posibilidad de una rectificación, mucho menos la confesión de haberse equivocado.

Es absolutamente necesario para el progreso de la sociedad y de la civilización, que estemos atentos y vigilantes para detectar los errores, es especial los errores ocultos, las verdades a medias, las mentiras camufladas que pueden esconder aquellas grandes afirmaciones que se tienen como grandes verdades.

Si es admirable Sócrates que, con su enorme carga de sabiduría, confesó “solo sé que no sé nada”; uno puede optar por un más modesto, pero nada fácil “sé que puedo equivocarme y me equivoco frecuentemente”. Tal reconocimiento es necesario principio de higiene mental y moral, saludable no solo para cada individuo, sino también para cada institución. Porque ninguna persona y ninguna institución es creíble sino está abierta a aceptar sus equivocaciones. Y esto, en la sociedad contemporánea, es peculiarmente evidente y experimentable.

En el círculo octavo del “Infierno”, bajo la rúbrica general de mentirosos, Dante incluyó a los seductores, adivinos, aduladores, falsificadores de moneda y falsos profetas. Tenía que haber incluido también a quienes dicen no equivocarse, como si ellos fueran la verdad misma, la verdad única, la verdad total. Omar fue uno de esos fanáticos infalibles cuando ordenó quemar la famosa biblioteca de Alejandría: “Porque no hay más que un libro verdadero que es el Corán; todos los demás libros, o dicen lo mismo que el Corán y son inútiles, o dicen otra cosa distinta y son nocivos”. Ah, bárbaro. Su equivocación acabo con una tajada de historia y cultura.

Artículo publicado en El Sol de México, 21 de mayo de 1992; El Sol de San Luis, 30 de mayo de 1992.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de diciembre de 2025 No. 1588

 


 

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