Por Fernando Pascual, sacerdote |

Aprender a dialogar: todo un reto en un mundo en el que conviven tantos puntos de vista y tantos aspectos que merecen ser tenidos en cuenta.

Por eso podemos recordar tres textos de épocas diversas en los que se dan consejos y pautas importantes a la hora de dialogar, sobre todo cuando llega el momento de confrontar opiniones diferentes o, incluso, contrapuestas.

El primer texto viene del Concilio de Trento. En un documento de la sesión segunda (7 de enero de 1546), se invita a los que participan a evitar aquellos comportamientos que llevan a perder la serenidad del alma. Así, podemos leer:

“Respecto del modo con que se han de exponer los dictámenes, luego que los sacerdotes del Señor estén sentados en el lugar de bendición, según el estatuto del concilio Toledano, ninguno pueda meter ruido con voces desentonadas, ni perturbar tumultuariamente, ni tampoco altercar con disputas falsas, vanas u obstinadas; sino que todo lo que expongan, de tal modo se tempere y suavice al pronunciarlo, que ni se ofendan los oyentes, ni se pierda la rectitud del juicio con la perturbación del ánimo”.

El segundo texto se encuentra en la primera encíclica de Benedicto XV, titulada “Ad beatissimi apostolorum principis cathedram”. Fue publicada el 1 de noviembre de 1914, pocos meses después del inicio de la Primera Guerra Mundial.

En el número 15, el Papa hablaba de la unión y la concordia entre los cristianos. Tras pedir que cesasen aquellas disensiones y discordias entre católicos que alegran a los enemigos de la Iglesia y que debilitan a los creyentes, Benedicto XV recordaba dos niveles de argumentos. El primero, explicado por el Magisterio de la Iglesia, sobre el que basta con escuchar y obedecer. El segundo alude al campo de los temas opinables sobre los que la Iglesia no ofrece un dictamen definitivo. En este segundo nivel, ¿cómo disputar? Según el texto, con estos criterios:

“Mas en aquellas cosas sobre las cuales, salvo la fe y la disciplina, no habiendo emitido su juicio la Sede Apostólica, se puede disputar por ambas partes, a todos es lícito manifestar y defender lo que opinan. Pero en estas disputas húyase de toda intemperancia de lenguaje que pueda causar grave ofensa a la caridad; cada uno defienda su opinión con libertad, pero con moderación, y no crea serle lícito acusar a los contrarios, sólo por esta causa, de fe sospechosa o de falta de disciplina”.

El tercer texto llega de la pluma del Papa Pablo VI. En su primera encíclica, “Ecclesiam suam”, firmada con fecha de 6 de agosto de 1964 (durante los años del Concilio Vaticano II), dedica una amplia sección al tema del diálogo (nn. 27-45).

Uno de esos números, el n. 31, recuerda las características del diálogo: claridad, mansedumbre, confianza y prudencia. Al explicar la mansedumbre (o amabilidad, según otras traducciones), Pablo VI añadía una reflexión general sobre lo que es el diálogo:

“El diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es una mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso”.

Tres textos diferentes con un fondo común: construir un buen diálogo exige esfuerzo y atención, disciplina y respeto, temperancia y suavidad. Son consejos que vienen de la Iglesia y que valen para cualquier sociedad, como caminos para avanzar en el intercambio de ideas hacia una de las metas que más anhelamos como seres humanos: la verdad.

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