Por Fernando Pascual |

Michael O’Brian publicó en 1996 “Father Elijah (An Apocalypse)”, como parte de una serie de novelas. Buscaba así elaborar un agudo análisis sobre la situación del mundo y de la Iglesia católica, y evidenciar cómo las decisiones humanas se mueven continuamente entre la mirada dirigida a Dios y entre otra mirada que lleva al pacto con las fuerzas del mal.

No busco hacer un resumen de la obra ni un análisis de sus diversas articulaciones y temáticas. Estas líneas pretenden simplemente evidenciar algunas ideas y reflexiones que pueden surgir tras la lectura de la misma.

Dirigimos la mirada a tres aspectos. Las indicaciones de las páginas proceden de la edición española de Libroslibres (Madrid 2006).

En primer lugar, salta a la vista la compleja historia del protagonista, el padre Elías. Se trata de un hombre nacido en una familia judía polaca, que sufrió el drama de la muerte de sus familiares y de otros miles de judíos bajo la locura nazi, que reconstruyó su vida en el naciente Estado de Israel, y que vio cómo un atentado suicida acababa con la vida de su esposa y de la hija que llevaba en el seno. Un hombre que se hizo carmelita, que consiguió perdonar a quienes tanto daño le habían hecho, y que recibe la misión de lograr que otro hombre, un enigmático Presidente, se apartase del poder del demonio para acoger la invitación de Cristo a la humildad.

El padre Elías vive su drama con la mirada puesta en la Biblia, especialmente en el libro del Apocalipsis. Sólo si se comprende esto el lector puede asomarse al último capítulo, donde con una intensidad dramática el protagonista dialoga con Dios y mira hacia la situación del mundo en la inminencia de los últimos tiempos.

En segundo lugar, la obra contiene textos y diálogos profundos que merecen una atención particular. Se podrían entresacar muchos ejemplos, algunos más extensos, otros más breves. Escojo dos. En los momentos iniciales de la trama, el padre Elías encuentra en Roma a un viejo amigo, un sacerdote que trabaja en la Secretaría de Estado del Vaticano y que casi siempre es llamado como Billy. En un diálogo con su amigo, la mente de Elías divaga sobre las contradicciones de los seres humanos, como si les faltase “algún componente”.

“Las gentes del campo emigran a las metrópolis; los jóvenes urbanos huyen a la montaña. Las mujeres se fingen hombres; los hombres se afeminan cada vez más; ¿es que todos remedamos a la divinidad en nuestra desesperación por escapar a la condición de seres creados? (…) En su momento se había preguntado a sí mismo, con rigor implacable, si su conversión al cristianismo no sería una variante más de la dinámica de la huida, una forma de pseudotrascendencia” (pp. 41-42).

Otro texto (y son muchos) describe cómo surge en algunos la tentación de falta de humildad y de obediencia hacia el Papa precisamente desde un modo erróneo de interpretar el Concilio Vaticano II, algo que, al releer el pontificado de Benedicto XVI (no previsto, seguramente, por O’Brian) da mucho que pensar:

“La tentación comienza por pequeñas cosas, Davy [nombre familiar con el que Billy interpela al padre Elías]. Cosas que parecen inofensivas al principio. Irritación, quejas, resentimiento. Luego, de forma paulatina, los individuos de mentalidad similar se atraen entre sí. Las críticas de unos alimentan las de los demás, se envalentonan, ganan confianza. Se dicen el uno al otro que ellos han interpretado correctamente el Concilio, y que este pontífice representa un retroceso (…). Hasta que todo eso se les sube a la cabeza, y con el tiempo acaban convencidos de que están salvando a la Iglesia, que la están llevando, a pesar de ella misma y a pesar del Papa, al siglo actual” (p. 74).

En tercer lugar, adquiere un especial relieve el tema de la libertad humana. Frente a situaciones de máximo dramatismo, como la del gueto de Varsovia recordado en las partes centrales de la obra, unos responden con la misericordia y el sacrificio por los demás, otros con un nivel de embrutecimiento y crueldad que tiene algo de diabólico.

Esto destaca especialmente en dos “momentos” de la obra. Uno es el encuentro en Varsovia entre el padre Elías y el conde de Smokrev (un verdugo despiadado y un cínico corrompido), donde chocan dos visiones radicalmente distintas hasta llegar a un final feliz: la victoria del bien sobre el mal, de la misericordia sobre el pecado, de la gracia sobre la desesperación. Smokrev, antes de morir, pide la confesión de manos del padre Elías.

El otro “momento”, que teje la trama principal de la obra, se plasma en diversas situaciones de encuentro entre el padre Elías y el Presidente. Al final, tras un exorcismo en la isla de Capri, el padre Elías fracasa, pues el Presidente opta por seguir las huellas del poder a través de la alianza con el maligno.

Un elemento común a estos tres aspectos radica precisamente en la presencia del mal en el mundo y en la posibilidad de vencerlo desde la humildad y la obediencia. Sobre esto habría mucho que decir, especialmente si el lector fija su mirada en dos personajes aparentemente marginales por su sencillez: un franciscano de Asís, y un carmelita denominado, simplemente,  como “el hermano Asno”…

“El padre Elías” conserva, después los años que nos separan de su publicación, una frescura especial, sobre todo ante los hechos que presenciamos en el mundo de los hombres y entre los miembros de la Iglesia. ¿No habrá sido, quizá sin que su autor lo percibiera plenamente, una obra profética?

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