Por P. Fernando Pascual
Para vivir bien, según una sana ética, necesitamos ayuda. Entre las ayudas que nos han llegado del pasado, ¿qué valor pueda conservar en nuestros días la que elaboró Aristóteles hace más de 2300 años?
Como un esbozo para responder a esa pregunta, sería de ayuda recordar algunos rasgos de las propuestas que Aristóteles elaboró en una de sus obras más famosas, la Ética nicomáquea.
Lo primero que salta a la vista es la condición especial de la ética, que no puede ser vista como algo fijo, seguro, estable. El motivo es sencillo: al considerar las acciones humanas, la ética mira lo particular, lo contingente, lo que puede ser realizado por el ser humano de muchas maneras diferentes.
Se trata, así, de una disciplina no teórica, sino práctica. Además, no se limita a describir los comportamientos, sino que aspira a comprender mejor, como ayuda a quienes estudian ética, aquellas pistas que orientan las decisiones y mejoran las acciones.
Ciertamente, cuando Aristóteles reflexiona sobre la ética, lo hace con ideas de lo que hoy llamamos lógica, y también con aportaciones de su metafísica. Así, al pensar en las acciones, sabe que se sitúan en lo posible, contingente, y que configuran disposiciones que facilitan (u obstaculizan) la repetición de ciertos actos.
Al mismo tiempo, tiene presentes reflexiones de antropología y de biología en general. Según sus análisis, el ser humano estaría constituido de un modo abierto que le haría apto para adquirir modificaciones estables (disposiciones o hábitos), que pueden ser buenas (virtudes) o malas (vicios).
Esas modificaciones se plasman a través de actos concretos. Un modo adecuado de comer permite adquirir una virtud, templanza, que facilita repetir los actos buenos y así alcanzar los beneficios de una sana dieta.
No resulta fácil, reconoce Aristóteles, encontrar en qué manera realizar actos buenos. En parte, porque hay ámbitos donde no hay certezas absolutas (por ejemplo, sobre la cantidad de comida después de una fuerte actividad física). En parte, porque uno mismo puede engañarse por diversos motivos.
Lo importante es reflexionar bien antes de tomar las decisiones concretas, siempre con la mirada puesta en el fin (coincide con el bien) que permite lograr una existencia plena. Tal existencia plena podría ser representada con la palabra griega eudaimonía, que se traduce normalmente como felicidad, en el sentido de algo que lleva a su perfección la propia existencia humana.
Además, hace falta recibir ayuda de quienes han recorrido un trecho significativo de la propia existencia, en orden a recibir buenos ejemplos y consejos para deliberar y escoger con menores fallos y con mayor cercanía a lo que resulte mejor para cada uno.
Si uno reflexiona bien, si se deja acompañar, si sabe aprender de los errores, podrá avanzar en su propio camino personal con la ayuda de virtudes, que son disposiciones buenas que facilitan la realización de acciones orientadas hacia su objetivo (fin) más perfecto entre las diversas posibilidades que existen ante nosotros.
Se comprende así por qué Aristóteles relaciona la ética con la política, en cuanto que para él las ciudades tienen una función educativa, cuando los gobernantes establecen lo que se puede hacer y lo que no se debe hacer, y cuando promueven el bien entre la gente, sobre todo en las nuevas generaciones.
Hay muchos otros aspectos que se podrían señalar como característicos de la ética aristotélica, por ejemplo, las importantes reflexiones sobre la amistad, la elaboración de una sugestiva teoría sobre la justicia, las explicaciones sobre la vida familiar, o la descripción de las virtudes intelectuales y morales.
Un buen estudio de esta teoría muestra su sorprendente actualidad, cuando se constata cómo también el hombre de hoy (como el de cada generación) anhela la plenitud, se plantea cómo tomar buenas decisiones, y busca, con mayor o menor conciencia, modelos éticos que le permitan orientarse bien en el camino de la vida.
Sobre todo, muestra su actualidad al hablarnos sobre la felicidad, vista no como un estado pasajero y subjetivo, sino como una plenitud que incluye todas las dimensiones de la condición humana, desde las más íntimas y personales, hasta las que se refieren a nuestras relaciones con otros y con la ciudad (hoy diríamos el propio país) en sus articulaciones más genuinas.
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