Por Mónica MUÑOZ |

El pasado fin de semana, se estrenó una película en los cines mexicanos realizada por los estudios Disney Pixar, titulada «Coco». A pesar de que daba la impresión de no ser una cinta esperada con ansia por el público infantil, las salas lucieron pletóricas de pequeños que se hacían miles de preguntas sobre lo que verían en pantalla.

Debo confesar que yo estaba en la misma situación porque hace unos meses, cuando comencé a ver la publicidad acerca del tema que tocaría el filme, supuse que el nombre aludía a un personaje de fantasía con el que se asustaba a los niños antiguamente, diciéndoles que si no se portaban bien, se los iba a llevar «el coco». Por fortuna nada tiene que ver con esto. No pretendo hacer una reseña de la producción animada, sino destacar algunos valores que claramente saltan a la vista.

A grandes rasgos, la historia narra cómo se vive el Día de Muertos en un pueblo de México. Sin entrar en detalles, puedo comentar que los realizadores hicieron un muy buen trabajo de investigación, pues de acuerdo con algunas publicaciones, invirtieron seis años viniendo a México para vivir esos días en lugares donde la tradición prehispánica se recrea de magnífica manera, por supuesto, con los hermosos altares que se adornan con colorido papel picado, los platillos preferidos de los difuntos y la infaltable flor de cempasúchitl, que juega un papel clave en la narrativa de “Coco”.

Como es de suponerse, el relato está cargado de figuras que sólo la imaginación de un cuentista y la avanzada tecnología pueden plasmar visualmente, logrando despertar en los espectadores una exitosa mezcla de sentimientos que afloran con cada sorpresa que van descubriendo conforme avanza la historia.  Para mi gusto, es una película hecha por extranjeros maravillados de la enorme riqueza cultural que encierran nuestras bellas tradiciones, pero que, a pesar de esto, rescatan algo que admiran profundamente de los mexicanos: el amor familiar, la cohesión con la que viven y se involucran en los problemas de cada uno de sus miembros, a modo de familia “muégano”, y la fuerza de esos lazos que ni siquiera la muerte puede romper.

En este sentido, el mensaje de “Coco” es contundente: la familia está para apoyarse.  Y la verdad, al salir de la función, pude percibir en la gente un tácito orgullo por pertenecer a este maravilloso pueblo que defiende sus creencias y ama a los suyos.  No quiero parecer ingenua, es obvio que muchas cosas han cambiado en los últimos tiempos en nuestro país.  Las relaciones familiares han variado drásticamente, el índice de divorcios y separaciones de parejas con hijos han dejado profundas huellas en los protagonistas de esos dramas, porque significa que la ruptura que se da entre los esposos, afecta a los hijos y al resto de los familiares, porque dejan de frecuentar las reuniones donde podían convivir con sus parientes y fortalecer su identidad y sentido de pertenencia a un árbol genealógico.

Sin embargo, todavía podemos ver que la familia es fuerte, en muchas colonias aún es posible contemplar a los abuelos sentados en la calle y recibir la visita de los hijos y nietos para comer juntos y pasar la tarde del domingo reunidos.

Además, llama la atención la fuerza que toma la figura de la mujer en la historia: es la madre, la abuela, la hija, quien mueve a la familia. En su momento, la tatarabuela, origen de todo, es la que marca la pauta a seguir en el ritmo familiar. Luego lo es la hija, bisabuela del protagonista y en el momento en que se desarrolla la trama, la abuela, esa pequeña mujer de fuerte carácter, que decide de qué color es el cielo. Nada lejos de nuestra realidad.

Creo que vale la pena asistir a este espectáculo de temporada, que, sin duda, toca fibras sensibles, y sobre todo, hay que platicar con los niños acerca de las enseñanzas que se pueden sacar de él: atesorar a la familia, respetar las tradiciones, luchar por alcanzar los sueños, dialogar con cada integrante, conocerse y apoyarse, ser fiel a la palabra empeñada, transmitir a los pequeños los valores de los mayores y honrarlos, porque sus cuerpos han muerto, pero sus almas viven, no en el mundo de los muertos, sino en el cielo, con Dios.

Aprovechemos la oportunidad para revivir a nuestra vez, el sentido de estas hermosas costumbres, que son nuestras raíces, la herencia que nuestros antepasados han dejado para la posteridad y que nos identifican como un pueblo privilegiado. Pero, por encima de todo, rescatemos el sentido de la unión familiar y pongamos en práctica el apoyarnos mutuamente para que, el día que nos toque morir, seamos recordados por nuestros descendientes, como ejemplos de vida coherente y recta.

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