Por Alberto Suárez Inda, Arzobispo de Morelia |

Por gracia de Dios, llegamos al culmen del Año de la Fe celebrando este domingo a Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Cristo es el principio, el centro y la meta de nuestra fe.

De manera muy directa, Jesús interpeló a sus discípulos: “Ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?” En nombre de los Doce, interpretando el sentir del grupo, Pedro respondió abiertamente: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Lo que identifica a los cristianos de todos los tiempos y del mundo entero es la confesión de la divinidad del Verbo hecho carne.

Era difícil descubrir la divinidad del aquel hombre que nació y vivió pobre; que se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado; que murió condenado y aparentemente derrotado en la cruz. Sin embargo, Pedro y los demás Apóstoles reconocieron que su Maestro era más que un profeta, por una gracia especial: “No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.

La fe es un don de Dios que nos permite conocer lo que la mirada humana nunca lograría captar por sí sola. Los sentidos de la vista y del tacto nos descubren realidades materiales y tangibles; la Palabra de Dios que escuchamos con fe nos abre horizontes insospechados. Mucho se ha discutido si son irreconciliables la ciencia y la fe; en realidad, grandes sabios e investigadores han dado ejemplo de humildad aceptando que hay algo más allá de lo que la razón humana puede demostrar.

El Beato Juan Pablo II nos explicaba que la fe y la razón no se oponen, sino más bien se complementan; que son como dos alas que nos permiten elevarnos para contemplar el universo y los acontecimientos desde una altura muy superior a la visión limitada de quien se cree autosuficiente para descifrar los misterios de la existencia.

Pero lo más propio y original de cristianismo es que no se reduce a una teoría, a una ideología, a unos conceptos. Es la persona de Jesús, Dios y Hombre verdadero, quien ilumina todo. “Yo sé en quién he creído”, exclama San Pablo. Desde el rostro de Cristo Resucitado, resplandeciente como el sol, se desprenden los rayos que disipan las tinieblas de la ignorancia, del error y de la duda; en su Palabra tenemos la clave para discernir y valorar todo cuanto sucede y existe; en su corazón percibimos el Amor que da sentido a la vida y a la muerte.

Del Cirio Pascual, símbolo de Cristo vivo, se nos comunica la luz de la fe que nos va guiando desde nuestro bautismo y que necesitamos acrecentar con la ayuda de Dios. Con la indulgencia plenaria, que podemos recibir en esta ocasión, marchemos purificados, alegres y agradecidos por los caminos del mundo compartiendo el gozo de la fe con todos nuestros hermanos”.

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