Reseña de un artículo del padre Juan Manuel Galaviz Herrera, SSP |

 El artículo completo puede leerse en:  www.enlanovela.wordpress.com |

 

“–¿Qué sabes de la refolufia? ¿Se vendrá la bola?

“–Pos oiga, l’amo, yo creo que sí. La gente, y sobre todo las mujeres, están muy alebrestadas. Nicolasa mi mujer desde ayer no me ha dejado en paz, haciéndome cargos de conciencia si no venía a la pelegrinación. Y usté sabe, don Ramón, lo que son las mujeres… Sobre todo cuando train encima a los padrecitos…”.

Conversaciones de esta índole van haciendo los rancheros mientras se dirigen a Caballerías en “pelegrinación” de desagravio a nuestro Padre Jesús. Se rumora que los sacerdotes están siendo perseguidos cruelmente, y que en todas partes los buenos cristianos comienzan a organizarse para defender su religión. Las celosas mujeres lo creen a pie juntillas, y arrastran a sus maridos, rancheros de pelo en pecho, a tomar como cuestión de honor su adhesión a la causa cristera.

Los sacerdotes cristeros

A la abundante lista de campesinos que protagonizan en gran medida este relato, hay que añadir otros personajes de no menos importancia en la narración: los sacerdotes que J. Guadalupe de Anda presenta como goznes de “la guerra santa en Los Altos”, según suena el subtítulo de su novela. De estos eclesiásticos nos iremos ocupando a lo largo del comentario.

Volvamos al hilo de los acontecimientos. ¿Qué sucedió en Caballerías? Que el padre Filiberto, aprovechando la aglomeración de tanto peregrino, les lanza un sermón de Pedro el Ermitaño incitando a la lucha armada contra las fuerzas del gobierno, al que califica de impío y diabólico. A los que sigan su consigna de levantarse en armas les promete las puertas del cielo abiertas de par en par; a los timoratos los amenaza con el castigo del infierno.

Terminado el bombardeo del cura, “los peregrinos, unos atemorizados, otros convencidos, y los más desconcertados, se dirigen a ensillar sus caballos para retirarse a sus ranchos”. Es entonces cuando interviene Policarpo y con una arenga basada exclusivamente en el reto a la hombría de aquellos valientes apanterados, reúne a un buen grupo de voluntarios.

A lo largo de la novela se irán relatando las peripecias de las innumerables batallas sucedidas, con sus muertes, barbarie, intrigas, traiciones… El autor describirá a los nuevos cristeros con toda su ignorancia, fanfarronería y brutalidad. Los del bando contrario –los “pelones”, los “sardos”, los “juanes” – también son pintados con toda su vulgaridad e ignorancia. Miserables y viciosos, están dispuestos a cualquier cosa con tal de salvar el pellejo y agenciarse algo en las revueltas.

Otro hilo que no hay que olvidar es la participación de las mujeres, porque contemporáneamente a las batallas, se lleva a cabo una intensa campaña: “Los ranchos se despueblan a gran prisa, agitada la gente por la intensa propaganda de beatas y liguistas, curas y sacristanes. Que no se dan reposo, ya avivando el fanatismo ancestral de aquellos hombres; ya reviviendo su fama de calientes y matones; ya emulando la fanfarronería de su limpia sangre criolla, o estimulando su ingenua credulidad con promesas ultraterrenales”.

En ese contexto aparecen Marta Torres y otras  dos muchachas, cristeras de la brigada de Santa Juana de Arco. Marta es la generala en jefe de ese grupo de atrevidas guerrilleras que llevan parque a los rebeldes.

Consideraciones

Para desvanecer eventuales equívocos, quiero subrayar lo que cualquier lector atento ha comprendido: los párrafos anteriores resumen el contenido de la obra y reflejan también las intenciones del autor, abiertamente denigratorias de la empresa cristera. Basta reparar en su frecuente empleo de la parodia y en su fácil caída en lo grotesco.

Insisto: esta reseña no tiene como propósito dar un fallo sobre la lucha cristera, sino abrir las páginas de una novela tal como fue escrita y examinar algunas figuras tal como allí aparecen.

Los curas Vega y Pedroza son presentados como sacerdotes monstruosos. Del padre Angulo se hacen pocas alusiones pero superficiales para acusarlo de vileza. En cuanto al padre Filiberto aquel primer azuzador que aparece en la novela, hallamos este comentario hacia el final de la obra: “… el padrecito don Filiberto, que jué el que movió aquí el agua con el sermón de Caballerías y los papelitos que repartió, le dejó su rancho a don Atenógenes el que nos dio los rótulos de ¡Viva Cristo!; se puso de catrín y se fue pa Guadalajara. ¡Dicen que llevaba un tanate llenito de onzas de oro…! ¡Quén sabe…!”.

Son, pues, figuras abominables estos sacerdotes que presenta J. Guadalupe de Anda. No viene al caso discutir si corresponden o no a la realidad; estamos convencidos de que no, aunque se inspiren en personajes reales. Con todo, es interesante preguntarse por qué el novelista cargó las tintas y escupió tanto veneno al esbozar esas figuras. ¿No será porque en el período cristero hubo también algo de los horrores y errores que el libro condena? ¿No será porque el autor conoció a malos elementos entre el clero? A quienes deseen una información amplia sobre la guerra cristera, le recomendamos los tres volúmenes de La Cristiada, magistral investigación de Jean Meyer.

Libros como éste de J. Guadalupe de Anda pueden hacer mucho daño aun entre los católicos, por los negros conceptos que inoculan respecto al sacerdote, pero eso no acontece cuando se tiene capacidad de discernimiento y una adecuada preparación.

Antes de cerrar esta reseña –y para estímulo de quien no haya leído la novela– quiero añadir que, independientemente del trato que en ella se da a los sacerdotes, es una novela valiosa por su realismo genuino, sin retoricismos ni adjetivaciones inútiles, y por el acierto con que reproduce, a través del habla popular, el alma bronca y espontánea de los moradores de Los Altos.

 

 

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