Por Mónica Muñoz |

Gracias a Dios, hoy iniciamos las posadas, aunque desde hace varios días se vienen realizando cenas de Navidad, fin de año y pre-posadas, -sabrá Dios a quién se le ocurrió esa idea -, la cuestión es que por todos lados ya hay festejos, diciembre es el mes más alegre del año pues, casi todos, esperamos con ansia esta época en la que se respira un ambiente de alegría y paz, incluso, mecánicamente, se desata el cordel de la bolsa del dinero y queremos compartir con otros nuestra buena fortuna, aunque sólo dure un breve lapso, por lo regular del 12 de diciembre al 6 de enero, o sea, durante el consabido maratón Guadalupe-Reyes.

Sin embargo, creo que se ha perdido de vista el verdadero sentido de este tiempo, hago hincapié en el tema que motiva esta reflexión: las posadas, las cuales tienen un hermoso origen que vale la pena recordar.

Las posadas se remontan al tiempo de la conquista.  Cuando los españoles vinieron a México, se encontraron con una cultura completamente desconocida y distinta a lo que pudieran imaginar en sus sueños más descabellados.  Los antiguos mexicanos eran politeístas y entre sus deidades más veneradas estaban Quetzalcóatl y Hitzilopochtli, a quienes celebraban en diciembre.

Las fiestas en honor a Hutzilopochtli duraban 20 días, iniciando el 6 de diciembre y terminando el 26, todo esto coincidiendo con el solsticio de invierno.  El 24 y el 25 había fiesta en todas las casas, en la que ofrecían comida a los invitados.  Por esta razón, cuando los misioneros españoles llegaron a México, aprovecharon estas costumbres religiosas para inculcar a los mexicanos el espíritu evangélico y dar a sus fiestas paganas un sentido cristiano.

De esta manera, en 1587, el superior del convento de San Agustín de Acolman, Fray Diego de Soria, obtuvo del Papa Sixto V un permiso para celebrar en la Nueva España, del 16 al 24 de diciembre, unas Misas de “aguinaldos”, en donde se intercalaban pasajes y escenas de la Navidad, agregando luces de bengala, cohetes, villancicos y finalmente, la piñata.

Fueron entonces los agustinos quienes convocaban al pueblo al atrio de las iglesias para realizar una novena, eran nueve días que simbolizaban los nueve meses de espera de María, donde iniciaban con el rezo del Rosario, acompañado de cantos y representaciones evangélicas que recordaban la espera del Niño Jesús y el peregrinar de José y María a Belén.

Con el tiempo, se fue difundiendo la costumbre a los barrios, convirtiéndose en una tradición familiar, igualmente rezaban el Rosario, se cargaba a “Los Peregrinos”, recitaban la letanía e iban pidiendo posada, cantando unos afuera de la casa y otro adentro, hasta que finalmente eran recibidos para continuar la fiesta rompiendo la piñata y distribuyendo los aguinaldos de dulces y frutas, como hacían los misioneros agustinos.

Con nostalgia comento esta bella costumbre de nuestro pueblo mexicano, la cual se ha ido perdiendo y que forma parte de nuestra inmensa riqueza cultural.  Actualmente las posadas son pretexto para hacer reuniones en las que corren ríos de alcohol y que terminan con situaciones penosas, no por nada en este mes aumenta el índice de accidentes provocados por las borracheras.  Creo que es momento de pensar en el origen de estas hermosas fiestas y agradecer a Dios por la vida y bendiciones recibidas a través de su Hijo, que vino a la tierra a hacerse uno de nosotros, renunciando a sus prerrogativas divinas.

Ojalá que en estas fechas destaquemos el verdadero sentido de las posadas y las enseñemos a nuestros niños, nuestro acervo cultural es parte de la herencia que dejaremos a las generaciones venideras, hagamos lo posible por rescatarlas y fomentarlas.  Y sobre todo, gocemos en familia de nuestras tradiciones para que, algún día, formen parte de los recuerdos gratos de nuestros hijos.

 

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