Por Fernando Pascual |
Un sacerdote agustino llamado Martín Lutero. En el año 1514. Tiene 30 o 31 años. Comenta el salmo 69. Sus palabras buscan denunciar cómo trabajan los herejes:
“Los herejes verdaderamente quieren mal a la Iglesia, porque le achacan falsedades y la fingen lodazal de vicios y perversos cristianos; y así, de un pequeño número de malos, concluyen que todos son malos. Porque ven muchas pajas en la era, afirman audazmente que todo es paja, sin un solo grano. Desean el bien para sí solos, y el mal para la Iglesia; es decir, tienen voluntad y deseo de ser estimados por buenos solamente ellos y que la Iglesia sea reputada mala en todos los demás, ya que ellos no pueden parecer buenos sino afirmando que la Iglesia es mala, falsa y mendaz”.
Sorprende leer un texto así, reproducido en un estudio de Ricardo García-Villoslada titulado “Martín Lutero. I. El fraile hambriento de Dios” (BAC, Madrid 1976, 2ª ed., p. 190). Sorprende, porque Lutero ofrece un diagnóstico muy duro sobre el modo de actuar de los herejes. Sorprende, especialmente, porque pocos años más tarde el mismo Lutero actuará como hereje y atacará con furia a la Iglesia católica.
¿Qué dice el diagnóstico? Primero, que los herejes “quieren mal a la Iglesia”. Allí está una de las raíces de tantos errores, críticas, ataques directos e indirectos. Segundo, que razonan mal, pues toman los casos de algunos (“un pequeño número”) malos para luego afirmar que “todos son malos”.
Tercero, y este punto tiene un relieve especial: buscan solo su propio bien y el mal de la Iglesia. Y buscan su bien con una estrategia curiosa: para lograr el aprecio de los demás presentan a la Iglesia como mala, y así consiguen aparecer ellos como los únicos buenos.
Como dijimos, el texto sorprende. ¿Imaginaba aquel joven profesor de teología que en pocos años iba a actuar de esa manera? Seguramente no. Si recordamos, además, que pocos años antes había estado en Roma (en 1510), y que según luego dirá había observado tanta corrupción, ¿cómo mantuvo todavía en 1514 una actitud tan católica, y años más tarde una actitud tan crítica hacia el Papado?
Son preguntas que surgen ante unas palabras que, suponemos, fueron sinceras, y que nos ayudan a reflexionar sobre nuestro amor a la Iglesia: ¿de verdad somos capaces de descubrir en ella a Cristo, a pesar de los defectos de quienes mancillan el nombre de cristianos? ¿Tenemos un corazón magnánimo para descubrir que las manchas no son suficientes para ocultar la belleza de la fe católica y la vida ejemplar de millones de bautizados?