Por Jorge E. Traslosheros H /
Semana Santa se ha vuelto para los cristianos un asunto de malabarismos. Entre el necesario descanso, el gozo de la oración, la diversión con la familia y los amigos, conmemoramos la pasión, muerte y resurrección de Jesús. No podría ser de otro modo. Ser cristiano implica vivir plenamente encarnado en este mundo; pero liberados de la pesada carga de ser hijos de nuestro tiempo, es decir, de la mundanidad.
Contemplo cuanto sucede a mi alrededor. La gente se desborda para conmemorar Semana Santa. Centra su atención en la visita a las siete casas, el viacrucis, en acompañar a la virgen al pie de la Cruz, en gozar la resurrección. Lo hace entre contradicciones y buena fe. El amor por Jesús está fuera de duda, como también nuestra condición de pecadores. No podría ser de otro modo. Ser cristiano es asumir plenamente nuestra condición humana, sin quedarse atrapado en ella.
Me queda claro. La Iglesia somos una gran peregrinación de pecadores que caminamos confiados en quien hace nuevas todas las cosas. Sólo los corruptos no tienen cabida. Cada uno de nosotros pude aspirar a ser como Pedro, humano, bocón y generoso; pero debemos evitar ser como Judas. Uno era un gran pecador, el otro un simple corrupto. Mientras más Pedro, menos Judas.
Miro con atención a quienes celebran y a los curiosos que observan. Comprendo que los ateos casi no existen; aunque sí los narcisistas. Basta con hacerse la pregunta básica sobre el origen del universo y la idea de la creación surge naturalmente. Si hay creación, existe un Creador. Si hay pintura, existe el pintor. Sólo quienes se limitan a mirarse en el espejo pueden evadir la pregunta. El truco del ateísmo consiste, entonces, en cambiarle de nombre a Dios para llamarle “metáfora”, “energía”, etc., y luego decir que se ha negado su existencia. Pancho es Pancho aunque le apoden Poncho.
El problema surge cuando la pregunta por su existencia deriva en la cuestión de la relación que los humanos tenemos con Dios. Entonces vienen las grandes definiciones. Hay quienes no se avienen a creer que tal relación pueda suceder y entonces se llaman a sí mismos ateos o simplemente agnósticos. Por lo regular, lo que realmente niegan no es la existencia, sino la relación con Dios. Un ente pudo haber creado el universo, no hay problema con eso; pero en manera alguna debemos importarle. Es mejor pensar que nos dejó abandonados en medio del universo, destinados a la nada, pues de lo contrario sería imposible permanecer indiferentes ante su presencia.
La pregunta realmente difícil, la que normalmente se evade, es si nosotros significamos algo para Dios, no si él significa algo para nosotros. La respuesta más radical irrumpe en la historia con Jesús de Nazaret. Ya no estamos solamente ante un principio creador, ni siquiera frente a un Dios impasible con el cual mantenemos algún tipo de relación. En Jesús, Dios ha tomado la iniciativa mucho más acá de la creación, viene hacia nosotros sin importarle un cacahuate si lo hemos invocado, o si él nos importa. Viene porque se le pega su regalada gana y no porque seamos buenos, ni porque lo merezcamos. Viene porque él es bueno y nos ama.
Creer en Dios, entonces, no es tan difícil. El verdadero problema radica en creerle a Dios encarnado en Jesús de Nazaret porque, cuando esto sucede, nuestra vida nunca vuelve a ser la misma.
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