Por Mónica Muñoz |
Últimamente, me he dado cuenta que las personas vivimos invadidas por la impaciencia, todos tienen mucha prisa, nadie quiere ceder en nada, creyendo que es el único que tiene derecho, es más, pensamos que, como tenemos mil cosas importantes que hacer, lo de los demás son nimiedades, sólo lo nuestro es relevante. Y, desafortunadamente, muchos de estos gestos van acompañados de un enojo que, poco a poco, va desencadenando una ira oculta que transforma a las personas en energúmenos.
Y si creen que estoy exagerando, observen en la calle a los demás, discretamente, claro está, porque es sorprendente comprobar cuantos y cuantas van a la defensiva por la vida.
Tengo para muestra, dos ejemplos. Una amiga me contaba que alguien le narró el experimento de un joven, quien conducía su auto, acompañado de otro chico. En el momento en que les tocó la luz roja de un semáforo, el muchacho hizo una apuesta: “si la conductora del vehículo de atrás no hacía sonar el claxon al ponerse el verde, le daría 500 pesos, si, por el contrario, sonaba la bocina, la mataría”. Al cambiar la luz, esperó algunos segundos, seguro de que no tardaría en escuchar el reclamo para que avanzara su auto. Afortunadamente, la joven estaba entretenida con su celular y no se había percatado de que tenían el siga. Y mayor fue su perplejidad cuando el joven del coche de enfrente se asomó por su ventanilla para arrojarle el billete de 500 pesos que se acababa de “ganar”. ¡Se me erizan los cabellos de imaginar la escena!
Puede parecer una leyenda urbana, sin embargo, es cada vez más frecuente enterarnos de estas terribles noticias.
El otro ejemplo, es una desagradable experiencia que me ocurrió hace pocos días. Fui con mi madre a una tienda de autoservicio para hacer algunas compras, al entrar al estacionamiento, vi que se desocuparía un lugar casi frente a mí. Puse las luces intermitentes para esperar que se fuera el otro vehículo, que no tardó más que algunos instantes, por lo que, poco a poco, acerqué mi auto al espacio que quedaba libre. Casi al mismo tiempo, por el otro extremo asomó una camioneta, que pretendía meterse en el mismo sitio. Le hice señas de que había estado esperando, mientras que el otro conductor agitaba las manos y tocaba el claxon agresivamente. Bueno, el resultado fue que yo logré estacionar mi coche y el otro, unos metros más adelante. Pero, cuando regresamos mi mamá y yo, después de haber concluido las compras, encontré un rayón en la portezuela de mi automóvil. Imaginen el coraje que me invadió. Aunque, pasado el trago amargo, vino la reflexión: y si se hubiera tratado de algo más grave, ¿cómo habría reaccionado el hombre? ¡Me mata!, pensé. Lo que más pena me dio fue que iba con niños, ¿qué clase de ejemplo reciben en su casa?
Y lo peor de todo, es que se trata de un mal que avanza día a día, olvidamos la cortesía y la amabilidad, dejamos el trato suave olvidado con tal de reclamar nuestros derechos, y pienso que no es casualidad, dentro de nuestras familias encontramos actitudes agresivas a diario. Y como resultado, el enojo fluye ante la menor provocación. Enojo que, si no se controla, se convierte en ira. Es necesario educar nuestra voluntad para entender que no vale la pena enojarse hasta el punto de perder los estribos. Una persona iracunda puede dañar irremediablemente a sus seres queridos, las familias que viven a diario con agresividad no son capaces de enfrentar las adversidades, tienen menos motivación para convivir entre ellos, su autoestima se ve lastimada y más si se acompañan las palabras con golpes.
Es urgente que aprendamos a dar a las cosas su justo valor y ver a las personas como lo más valioso, es posible enojarse sin llegar a la violencia, pero, como todo, se va logrando día a día, usando nuestra inteligencia y dominando nuestros impulsos. Quien está bien con Dios y consigo mismo, está bien con los demás y comprende que no debe dañarlos, todos merecemos respeto y también debemos trabajar para ganarlo, dándolo a los demás. Por eso, la próxima vez que nos enojemos, detengámonos a pensar un instante, ¿vale la pena? Respiremos hondo y evitemos gritar o hablar de más. Difícil, ¿verdad? Pero no imposible.
¡Que tengan una excelente semana!