Por Miguel Aranguren.
El mundo entero se ha detenido para ver la trayectoria del balón. De Sudáfrica a Rusia, de Alaska a Chile. Hasta en el Ártico y el Antártico andan osos polares y pingüinos cantando el alirón (es lo que se entonaba en los estadios españoles cuando la gente acudía al futbol pintada de blanco y negro y con corbata, para animar al equipo que vestía la camiseta local), y gaviotas y golondrinas vuelan al raso para otear los televisores, iluminados con el verde de los céspedes cariocos. Las bisabuelas pierden las cuentas del punto por culpa de los delanteros que lanzan a puerta y los más pequeños emulan a sus héroes del balompié, los unos chutando una pelota de reglamento manufacturada en Tailandia, los otros dando patadas a unos cuántos plásticos de vertedero atados con una cuerda pelada.
Hay un portero chiquitín con las rodillas heridas, las manos enguantadas y ojo avizor entre los palos de un campo de postín; hay un portero empolvado y sin guantes, ojo avizor entre la distancia que marcan dos piedras o dos latas vacías, mientras sus amigos galopan con un perro sin raza entre las piernas que también se siente jugador.
Lo de España merece una oda al sinsabor. Regresamos de Sudáfrica, hace cuatro años, con el trofeo que nos declaraba campeones del mundo mundial, para investir a los futbolistas de nuestra selección sobre el pedestal de los salvadores de la patria. Nos aprendimos la vida y milagros de cada uno de los supermanes de «La Roja», sus amores y desamores, el secreto de sus peinados estrafalarios, el significado de cada uno de sus tatuajes. Hasta el Rey nombró marqués al seleccionador, Vicente del Bosque, un hombre entrado en años, sosegado y buena persona, que no dudó a la hora de subir a su hijo pequeño, síndrome de down, al autobús descapotado que recorrió las calles de Madrid entre los vítores de la masa enfervorecida. Sobre cada uno de ellos (entrenador, titulares y hombres de banquillo) se abrió el cuerno de la abundancia a modo de anuncios publicitarios. La caja registradora no cesaba de lanzar su alegre cascabeleo.
Pero el caramelo se ha fundido al final de estos cuatro años. Para ser más preciso, desapareció en la boca tras los dos primeros partidos de este nuevo Mundial. Dicen que fueron los calores de Brasil, la edad de nuestros jugadores, el empacho de millones, el cansancio después de una temporada demasiado larga, la falta de ilusión, el hundimiento de la ambición… En todo caso, las empresas que se las prometían felices por llevar sobre las etiquetas de sus productos y en los anuncios televisados la epopeya de la selección española, comprueban con desencanto la curva descendente de su proyección comercial, el descalabro de sus inversiones.
El futbol recorre la tierra con la fuerza de un tornado, capaz de derribarlo todo, incluso la prioridad de aquellas noticias que apelan a nuestra atención, reflexión, determinación y toma de posiciones. Tal vez sea el nuevo becerro de oro. Tal vez deberíamos colocarlo en su justo lugar.
Este artículo se publica en la edición impresa de El Observador del 3 de julio de 2014 No. 991