Por Mónica Muñoz |

“Lo siento mucho, no puedo ayudarle, yo soy del turno vespertino”, fue la respuesta que recibió una paciente al solicitar a la enfermera de una institución pública de servicios médicos, que le tomara los signos vitales. Esta respuesta no es un caso aislado, y mucho menos extraño, viniendo de labios de un trabajador del sector salud de nuestro país.  Y en verdad, no deja de sorprenderme que alguien que dedica su vida a atender enfermos, se comporte con ellos como si se tratara de su peor enemigo.

Por supuesto, no puedo generalizar, pero es vergonzosa la forma en que estas personas denigran a quienes por desgracia, tienen que pasar penosos días en un hospital público.  Desafortunadamente, no sólo enfermeras y enfermeros, sino también muchos médicos, se dirigen a los derechohabientes de manera despectiva.

Es cierto que el juramento de Hipócrates hace mucho que pasó a mejor vida, incluso existe una versión del mismo juramento redactado en 1945 por la Convención de Ginebra y otro más usado actualmente en los países de habla inglesa, adaptado en 1964 por el doctor Louis Lasagna, mas aun, es posible que se desconozca en las escuelas de medicina hasta la versión original,  pero es un deber del médico velar por el bien de sus pacientes, sin importar su condición social, religiosa, racial o económica.

Y en el caso de las enfermeras y enfermeros, también tienen el juramento de  Florence Nightingale, en el que  prometen “dedicar su vida al bienestar de los pacientes confiados a su cuidado”.

Entonces, ¿por qué en numerosos casos, no se cumple?, ¿por qué los médicos y enfermeras han dejado en el olvido el valor supremo de la vida?  Es inaudito comprobar que ejercer la medicina se ha convertido en un mero negocio, habría que investigar entre los estudiantes de tan prestigiada carrera cuántos la han elegido para hacerse ricos pronto.

Creo que si los profesionales de la salud se pusieran a pensar detenidamente en el valioso tesoro que tienen entre sus manos, agradecerían a Dios por permitirles servir en tan alta encomienda, y de esta manera, tratarían con delicadeza a sus pacientes y familiares, porque es obvio que la familia de un enfermo sufre mucho y lo que menos necesita en esos momentos es un regaño o un desplante de soberbia.

No por nada se trata de una obra de misericordia, “visitar al enfermo” adquiere una sublime dimensión cuando, además de mostrar solidaridad con él, se tienen la capacidad de hacer algo por devolverle la salud.

Por eso, como acto de justicia  debo mencionar a aquellos que ven en la profesión médica una oportunidad de poner sus talentos al servicio del prójimo, que están convencidos de que todo lo que hacen es para mejorar su calidad de vida, sobre todo de los enfermos terminales, que ayudan a cargar con la cruz del dolor y a entender las manifestaciones de la enfermedad en sus cuerpos, para hacer más tolerable el sufrimiento, que gastan su vida en la atención de sus pacientes, sin importarles el beneficio económico.  A todos ellos les doy las gracias sinceramente.

Y a los del otro grupo, como hermanos que somos, les exhorto a cambiar de actitud, tienen el privilegio de ganar el cielo rápidamente, solo cumpliendo bien con su deber, viéndolo, no como una obligación sino como el medio para salvarse.  Recordemos las palabras del Evangelio de Mateo, que destaca las acciones realizadas a favor del prójimo, como la clave para entrar al cielo: «Vengan, benditos de mi Padre, y tomen posesión del reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo…porque estuve enfermo y fueron a visitarme…En verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de los más pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mí.» (Cfr Mateo 25,36; 40).

 

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