Por Juan Gaitán |
El evangelio de san Juan y sus cartas describen a Dios como amor. Más aún, los identifican: Dios es amor. Y el amor, sin excepciones, se da siempre en relaciones entre personas.
Entonces, ¿necesitaba Dios de la creación o de los seres humanos para ser amor? En realidad, en la Teología (el estudio de la fe), es tan importante el hecho de que hay un solo Dios, como el que Él es una Trinidad. Es decir: El Padre y el Hijo se aman a través del Espíritu. Es una relación, es amor, lo era aun sin necesidad de la creación.
Así pues, se puede ver cómo Dios en sí mismo es amor porque es una relación.
El pecado es una ruptura
Lo contrario al amor, a la donación de sí mismo, es el pecado. El amor une, el pecado aleja. El amor enlaza, el odio separa, rompe. Por más «íntimo» que pueda parecer un pecado, éste siempre tiene consecuencias para el prójimo, para la comunidad en la que se vive (esto lo explica Juan Pablo II en Reconciliación y Penitencia, n. 16, al hablar de pecados sociales).
De este modo, para comprender mejor este punto, propongo un sencillo esquema de cuatro puntos que ya he utilizado en otra ocasión.
Ruptura con Dios: En el Antiguo Testamento, el pecado era visto como una infidelidad a la Alianza del Pueblo con Dios. Aunque el pecado fuera individual, éste significaba alejar a Yahvé de todo el Pueblo. Negar el amor, la entrega, es contradecir al plan de Dios para la felicidad del hombre, es alejarlo de la propia vida. Dios no se «enfada» tras el pecado, pero sí respeta la decisión de la persona de «querer estar solo», aunque se queda siempre a la puerta, esperando y llamando al reencuentro.
Ruptura con los demás: El camino a la felicidad, a la bienaventuranza, está en el amor, en el encuentro sincero y valiente con el otro. El pecado, sea cual sea su contexto, nos aleja de la comunidad, crea una barrera para entregarse a los demás. Rompe las relaciones que se han construido a lo largo de la vida. El mismo proyecto del Reino de Dios es descrito por muchos estudiosos como el proyecto de formar una gran familia humana.
Ruptura con uno mismo: El pecado detiene el caminar hacia Dios (finalidad del ser humano), lo dirige en un rumbo contrario. Entre más se ama, se es más feliz; entre menos se ama, más ingratamente se vive. El pecado, entonces, es ser infiel a uno mismo, a las propias creencias, a la propia vocación y realización: crea un malestar con uno mismo.
Ruptura con la realidad: Dios creó un mundo armónico, cesó el caos para dar paso al cosmos (términos del relato de creación del Génesis). Pero el pecado rompe la relación armónica del hombre con la realidad, desvía la finalidad con la que Dios nos regaló la creación. La mentira, por ejemplo, implica una incoherencia entre lo que se piensa y lo que de hecho se da en la realidad.
Se puede ver así que todo pecado es una ruptura. Por tanto, la re-conciliación apunta hacia la renovación de las relaciones. Confesarse es expresar el deseo (y esforzarse por cumplirlo) de volver a estar en armonía con Dios, con los demás, con uno mismo y con la realidad. Más que el miedo al pecado, debe tenerse el deseo de brincar las barreras para construir el amor, aunque sea tropezando en el camino.
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