Por Alberto Suárez Inda, Arzobispo de Morelia |
La Fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos son ocasión para reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia y nuestra vocación de pueblo peregrino hacia la Patria Eterna.
A medida que avanzamos en la vida, vamos comprendiendo que nuestro paso por este mundo es fugaz. El tiempo no se detiene. Es verdad que con el avance de la ciencia médica se acrecienta notablemente la esperanza de una vida longeva.
Sin embargo, sigue siendo una verdad cierta que todos moriremos. Por más cuidados que podamos tener, nuestra morada terrena se va desmoronando, como dice San Pablo. Hoy los más robustos viven hasta cien años, pero no con el vigor y la lucidez de la juventud.
Es natural que surja la preocupación, y aun el miedo, de la enfermedad y la muerte. Pero quienes creemos en el Resucitado encontramos paz interior al saber que nuestro destino es una casa no construida por hombres, en la tierra nueva donde no habrá cansancio, muerte ni dolor.
En estas fechas se agolpan en la memoria y en el corazón los recuerdos de quienes se nos han adelantado. Por mi parte, con gratitud hago memoria de obispos y sacerdotes que fueron mis formadores y maestros, de sacerdotes contemporáneos con quienes conviví, de varios a quienes yo ordené y que murieron prematuramente. Por supuesto, tengo presentes a mis papás y hermanos, y a tantos buenos amigos que ya están con Dios.
En la comunión de fe no se rompen los lazos ni las relaciones personales; al contrario, unidos en Cristo entramos en una relación más profunda con todos los miembros de su Cuerpo Místico, sea que aún vivan en este mundo o hayan salido de él.
Cuando afirmamos en la Profesión de Fe: “Creo en la Iglesia que es Una, creo en la Comunión de los Santos”, reafirmamos la convicción de que en la familia de los hijos de Dios se vive una íntima solidaridad entre vivos y difuntos, entre justos y pecadores, entre los santos que ya recibieron la corona y los viandantes que luchamos por alcanzarla.