Por Jorge Traslosheros H. |
Francisco es un Papa reformador, como también lo fue Benedicto XVI. Lo que escribo parecerá extraño a quienes miden a la Iglesia con simple geometría política, pero no lo es cuando lo apreciamos desde su propia lógica.
La historia de la Iglesia nos muestra que su estado natural es la reforma. En cada época se mueve a diferentes ritmos, con distintos protagonistas, enfrentando problemas específicos. Pero hay momentos en que el proceso se acelera en forma dramática como en el siglo XII y ahora en torno al Concilio Vaticano II.
En ninguna época el proceso reformador ha significado conformarse sin más a las tendencias del tiempo. Si tal fuera el caso, Gregorio VII se hubiera sometido a la voluntad del Emperador germano, causando grave daño a la Iglesia, y san Francisco hubiera sido un amable comerciante de Asis, pero nunca el juglar de Dios.
Si el asunto fuera tan simple como adecuarse a las modas culturales, entonces, a Jesús nunca lo hubieran crucificado, la resurrección no hubiera sucedido y la redención no estaría en el horizonte de nuestra pobre humanidad. Ajustarse a las exigencias del tiempo jamás ha sido una buena estrategia reformadora. La afirmación de Benedicto en el sentido de que “no es diluyendo la fe como nos hacemos más modernos”, cuadra perfectamente con el genio pastoral de Francisco. Es imperativo proponer a Cristo con imaginación; pero debemos asumir que el Evangelio no es cómodo hoy, como no lo fue para los apóstoles.
Entendámonos. Estamos ante un Papa reformador porque es profundamente ortodoxo. Mientras más ortodoxos los papas, mejor responden a las necesidades de reforma de la Iglesia, cual fue el caso de Juan XXIII y Paulo VI. Ortodoxia no significa tradicionalismo, misoneísmo puro, sino fidelidad a Jesús cuyo evangelio debe encarnarse en cada generación y cultura, de cuya experiencia se nutre la tradición entendida como fuerza vital de la Iglesia. Por eso tradicionalismo y tradición son términos contradictorios, como lo son ortodoxia y misoneísmo. En esta lógica, el análisis que privilegia la geometría política sobre la historicidad de la Iglesia explica poco y genera confusión.
Para evitar ociosos debates en torno a la filiación política de Francisco y Benedicto, es necesario comprender lo que implica una reforma en la Iglesia. Yves Congar, teólogo sobresaliente, perito del Concilio nombrado por Juan XXIII, amigo de Paulo VI, colega de Joseph Ratzinger en la Comisión Teológica Internacional y cardenal creado por Juan Pablo II, en 1952 publicó el libro Verdadera y falsa reforma en la Iglesia. Con gran sentido de la historia identificó cinco elementos constantes en los procesos de reforma: respeto irrestricto a los tres elementos constitutivos de la Iglesia que son la revelación articulada en la dogmática, los sacramentos y su constitución jerárquica: la crítica franca, leal y propositiva, en desprecio del chismorreo y los pleitos en las lavanderías de la prensa secular; profunda seriedad intelectual, en oposición a las ocurrencias de ocasión por espectaculares que parezcan; la incorporación activa de los laicos renunciando a cualquier forma de clericalismo y; el regreso a las fuentes originales para proponer el Evangelio en tiempos presentes. Lo dicho, Francisco y Benedicto han sido fuertes reformadores, cada uno en su estilo.
Quien se crea el chismorreo de que Francisco lastima o destruye la Iglesia por sus posiciones “progresistas” vive en el error, como viven cuantos consideran a Benedicto un “tradicionalista”. Además, quien lo afirma y promueve miente y destila mala leche.
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