Por Jorge Traslosheros H. |

Me preocupa cierta narrativa en torno a lo sucedido con los muchachos de Ayotzinapa. Se culpa al Estado y quienes lo manejan, dejando a los políticos-delincuentes y sus compinches en segundo plano. No debemos negar las gravísimas complicidades y omisiones de los gobiernos; pero tampoco la raja política que sacan quienes instrumentan el relato. El problema es que se evade el fondo del asunto. Necesitamos mirar el mal a los ojos si queremos derrotarlo. No tenemos alternativa.

Lo primero es comprender que no hay nada irracional en lo sucedido con estos jóvenes. Los hechos demuestran una clara planeación, operada ya en otras ocasiones a juzgar por el hallazgo de múltiples fosas, para llegar al resultado esperado que era desaparecer toda evidencia material sobre los muchachos. Fue una operación exitosa. Existen confesiones de tres testigos; pero tal vez nunca será posible obtener las pruebas materiales irrefutables. En la lógica del proceso judicial, desde sus instancias de procuración, las pruebas deben estar sustentadas en la razón y sólo pueden ser testimoniales o materiales. El objetivo era desaparecer las segundas y lo consiguieron. La última posibilidad son los laboratorios europeos, pero el material analizable es notoriamente insuficiente. Así, la necesaria coincidencia entre la verdad factual con la verdad jurídica se dificultará al extremo. Sabemos lo que hicieron con ellos, pero legalmente permanecerán como desaparecidos. El reino de la incertidumbre.

En esas acciones encontramos racionalidad; pero también la negación misma de la bondad porque la verdad sobre la dignidad humana está ausente. Llenos de soberbia trataron a los jóvenes como simples objetos de uso y abuso. Las declaraciones que escuchamos por boca de los testigos son brutales por su banalidad; parecía que no hablaban de personas, sino de bultos. Para ellos no había diferencia. Lo convincente de su testimonio no está en la elocuencia de sus palabras, sino en su trivialidad, tan terrible como cotidiana.

Estamos ante las posibilidades extremas de la razón cuando se divorcia de la bondad y de la verdad. No se trata de genios del mal, tampoco de seres excepcionales. Quienes planearon y ejecutaron los hechos en unas cuantas horas son personas que tienen tanto uso de razón como cada uno de nosotros. Son gente del común. Tan sólo eligieron como forma de vida dañar a los otros y, entonces, dejaron de mirar al prójimo como persona. Su banalidad es lo que nos deja sin aliento, atónitos, con ganas de mirar hacia otro lado o de escondernos detrás de alguna consigna política.

El mal tiene existencia objetiva, no es un asunto de opinión. Aquí el cacareado relativismo naufraga. ¿Alguien podría discutir la maldad de estos actos? ¿Acaso su maldad radica en lo que opinen sus perpetradores? La raíz del mal está en la reducción de nuestra humanidad a cosa que puede ser usada y abusada. Es banal porque nadie se estremece ante una lata apachurrada, ante la basura depositada en su lugar, enterrada o quemada. Hasta en el terreno simbólico estas personas resultan frívolas. En su opinión, eran seres cuyas vidas no merecían ser vividas, simples accidentes en su camino.

Cuando despojamos al prójimo de su dignidad empezamos a cosificarlo. Un simple acto de soberbia, habitual y frívolo. El mal nace y crece de la forma en que miramos a los demás. Cada uno de nosotros, entonces, es capaz de cometerlo. A esto los católicos llamamos pecado. Aceptarlo nos da miedo; pero sólo enfrentando nuestra banalidad podremos mirarle a los ojos y derrotarlo. Seguiremos.

jorge.traslosheros@cisav.org
Twitter: @trasjor

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