Por Fernando Pascual |

El gran mal de las guerras está en las decisiones injustas de quienes las provocaron. Luego surge un nuevo mal, el de los métodos que siguen unos, otros, o todos para llevar adelante esas guerras.

Toda guerra surge desde una primera opción a favor de la violencia. Con ella se espera vencer, neutralizar, destruir al adversario.

En esa violencia, la historia nos muestra un uso sumamente variado de armas: piedras, incendios provocados, espadas, flechas, lanzas, explosivos, cañones, arcabuces, pistolas, escopetas, ametralladoras, bombas, sustancias químicas y un largo etcétera.

Es de loar que haya acuerdos internacionales que prohíben el uso de ciertas armas como contrarias a lo que podría ser considerado como “justo”. Pero esos acuerdos son insuficientes y contradictorios si no van a la raíz del problema: las decisiones que provocan las guerras.

Para las miles de víctimas, soldados o civiles, que mueren en las guerras, en ocasiones resulta muy poco relevante la diferencia que hay entre morir a cuchilladas o bajo la acción narcotizante de un gas “prohibido”. Alguno dirá que el uso de cuchillos no está prohibido en las campañas militares, pero ello no quita los dolores atroces que pueden provocar en seres humanos concretos, ni que sean empleados por ejércitos que obedecen órdenes claramente injustas.

Por eso, antes de alcanzar acuerdos más o menos exigentes para prohibir el uso de ciertas armas, urge tomar resoluciones firmes para que nunca un Estado o un grupo de personas puedan usar violencia contra inocentes, ni iniciar guerras desde pretensiones claramente injustas.

Escandalizarse por el uso de “armas prohibidas” mientras se reacciona con más pasividad ante el uso de “armas permitidas” en guerras de agresión es simplemente absurdo. Lo importante es intervenir con firmeza contra cualquier violencia injusta, y promover esa convivencia que permite respetar, acoger y ayudar a cualquier ser humano necesitado de protección física y jurídica.

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