Por Luis García Orso, S.J. |

Anna es una joven novicia polaca que se prepara para hacer sus votos en el mismo convento católico donde fue abandonada en 1945, cuando era un bebé. La madre superiora le pide que visite a su única pariente viva, su tía Wanda Gruz. La mujer fue fiscal del Estado comunista pero debido a su conducta rebelde y ligera se ha visto reducida a ejercer de magistrada local. Wanda es una mujer dura, aislada, confrontante, con afición por la bebida. Apenas se encuentran, le revela a Anna una verdad desconocida: su verdadero nombre es Ida Lebenstein y es judía. Tal revelación embarcará a tía y sobrina en un viaje por las carreteras de Polonia, en busca de la verdad sobre la muerte de los padres de Ida, pero también de la historia personal de Anna y de su fe, en esa contradicción extraña de una Polonia comunista y católica de los años 60.

La historia de Ida deja de lado el dicho de Jesús sobre “que los muertos entierren a sus muertos” (Mt. 8, 22), y va en pos de la verdad de esos muertos, antes de dar el sí al seguimiento, en un pueblo que no quiere recordar lo sucedido. Y todavía más, la narración prefiere a un Jesús “amigo de publicanos y pecadores” (Mt. 11, 19) y de mujeres rechazadas, como le dice Wanda a la sorprendida novicia. El encuentro nada sencillo entre los que vivieron la guerra y los que no, entre los que creen en cristiano y los que creen de otro modo, entre la institución y las elecciones personales, se va abriendo camino en ese viaje en búsqueda de verdad.

Para contar una historia tan profundamente personal, el director Pawel Pawlikowski, polaco de formación británica, sólo necesita ochenta ajustados minutos, que aprovecha a la perfección y convierte Ida en un ejemplo de narrativa donde nada sobra y nada falta. Gracias también a sus dos actrices protagonistas, tan distintas y complementarias para la historia: la jovencita con su rostro pálido, de grandes ojos oscuros, cubierta la cabeza con la toca monjil, es un regalo para la cámara, y contribuye a hacer de Anna/Ida un personaje extraño, misterioso, etéreo, más ángel que humano, del que es difícil apartar la mirada; Wanda es un personaje seco, decidido, lleno de defectos y de resentimientos, pero que te hace sentir todo en carne viva, y resulta más digno de compasión que de desprecio, más cerca de nosotros, de nuestra condición humana.

Con la fotografía en blanco y negro más impresionantemente bella de los últimos años, visualmente Ida es una película austera, seca, casi ascética, que recuerda a Dreyer, Bresson o Bergman. Estamos poco acostumbrados a ese cine ya clásico y modélico, y aún más al cine polaco, y sin embargo, Ida resulta fascinante, quizás porque en medio de su austera belleza -como el paisaje de nieve invernal- toca tan a fondo las emociones e invita a cada espectador a entrar en la verdad y la libertad de sus propias decisiones.

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