Por Juan Manuel HURTADO, Diócesis de Ciudad Guzmán |

En el México de los últimos años hemos enfrentado muchas carencias y dificultades. A la pobreza ya crónica de gran parte de la población se vinieron a sumar la desconfianza, la inseguridad, la violencia, el crimen organizado y el calentamiento global. Hay una crisis de las instituciones, de los partidos y del gobierno aunque las autoridades en turno se nieguen a reconocerlo. Nada les dicen los miles de muertos y des- aparecidos, nada les dice que muchos espacios hayan sido cooptados por el crimen organizado. Estamos, sí, ante un problema de gran envergadura.

En días pasados, los miembros de la Asociación Teológica Ecuménica Mexicana (ATEM) y varios invitados tuvimos un encuentro teológico en Cuernavaca para reflexionar sobre el papel de las Iglesias ante la violencia en Mesoamérica. Participamos católicos y evangélicos, pastores evangélicos y sacerdotes católicos, teólogos y biblistas, analistas y luchadores sociales.

Entramos a conocer de cerca la horrible violencia que viven los migrantes al pasar por nuestro país, sobre todo los que entran por la frontera sur, allá en Tenosique, Tabasco, y siguen su ruta hacia Coahuila y a Estados Unidos. Los testigos y acompañantes de los migrantes, los padres fray Tomás González y Pedro Pantoja, así como un especialista en temas de narcotráfico, José Reveles, nos ilustraron sobre el terrible rostro de la violencia y el sufrimiento al que son sometidos miles de hombres y mujeres de todas las edades. Es escalofriante en verdad escuchar tales relatos. Esto pasa en México, del que se dice que es un Estado democrático donde se respetan los Derechos Humanos ¡Qué bárbaros!

Luego fuimos a la Palabra de Dios y a la reflexión teológica para buscar alguna luz, alguna explicación sobre tan oscuro acontecer. Descubríamos que la violencia es una fuerza fuera de control, una fuerza que en su raíz significa transgredir una norma; es el abuso contra los indefensos, torciendo la ley religiosa en desventaja de ellos, es la opresión de los pobres…éste es el sentido básico de la palabra hebrea Ja-Más: que significa violencia. La violencia es volver al caos como al principio del universo, como se narra en el libro del Génesis y en otros textos originarios de Mesopotamia. La violencia convive con los esfuerzos de paz en el mundo. El profeta Isaías cree y espera ver al final un mundo sin violencia: “El lobo habitará con el cordero… el ternero comerá al lado del león y un niño chiquito los cuidará” (Is 11,6).

Y la violencia contrasta con la paz que significa estar completo, tener ha- bitados todos los rincones del propio ser, no sentirse disperso, no huir de sí mismo con varios “yo”, tener vida plena. Esto es la paz, el Shalom hebreo.

Pero, ¿qué está en el fondo de la violencia? La palabra para significar vida y violencia tiene en su raíz los mismos elementos que vida: es una fuerza.

Varios autores han insistido en que en el fondo de toda violencia está el deseo -así René Girard y otros-. Deseo los bienes que tiene el otro, pero no sólo eso, sino que imito; es decir, deseo lo que el otro desea, no tanto para tener el objeto, la propiedad, sino para igualarme; deseo el deseo del otro, y este movimiento es ilimitado: el número de los deseos es casi ilimitado, no así las necesidades reales de la persona.

Entonces se piensa, se busca y se trabaja, no en función de las necesidades del ser humano, como el hambre, la ignorancia, la pobreza, sino en función de los deseos: ese paraíso imaginario. Se cree falsamente que una vez satisfecho el deseo, entonces viene la felicidad. Esto es una mentira como la experiencia lo comprueba: siempre se desea más, más y más.

¿Cómo salir de este torbellino? La explicación que dan estos autores está en el crucificado, una víctima no resentida. Es el ejemplo de una vida no centrada en el amor propio: eros, sino en la donación: ágape. Jesús es el hombre para los demás. En su entrega en la cruz muestra que la violencia ejercida sobre él no recibe una respuesta violenta, sino que él la asume, la sufre y con su entrega le quita la fuerza a la violencia. Con su resurrección y su triunfo sobre la muerte queda demostrado que la violencia no tiene la última palabra. En el crucificado ha quedado destruida la fuerza de la violencia. Es lo que dice el apóstol San Pablo en su carta a los Romanos: “No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence el mal con el bien” (Rom 12, 21). De la misma manera, con su entrega en la cruz Cristo asume la bienaventuranza y se la aplica a sí mismo: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,10). En el endemoniado de Gerasa, Jesús arranca la violencia expulsando los espíritus del mal que lleva dentro.

Combatir la violencia es combatir su fuerza destructiva, no eliminarla; es reorientar esa fuerza al estilo de Jesús mediante su donación.

Publicado en elpuente.org

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