Por Antonio MAZA PEREDA │

Para mi gran sorpresa, me encontré qué México es uno de los países más felices del mundo. Al menos eso nos dice el Reporte Mundial de la Felicidad 2015(1). De acuerdo a ese reporte, que mide la percepción de felicidad en 158 países, México ocupa el lugar 14º en felicidad, sobrepasando en este índice a las cuatro economías mayores de Europa, a todos los países asiáticos con la excepción de Israel, con una calificación ligeramente mayor a la de EEUU y siendo sobrepasado solo por Costa Rica, entre los países latinoamericanos. No solo está México en ese honroso lugar, sino que también ocupa el 15º lugar en crecimiento de la felicidad entre 2005 y 2014.

Los factores que se consideraron para explicar estos resultados fueron variables como el PIB per cápita, el apoyo social, la expectativa de vida con salud, la libertad de tomar decisiones de vida, la generosidad, la corrupción y la sensación de disfuncionalidad. En el caso de México el factor que más pesa es el llamado “residual” que abarca lo no explicado por las demás variables y, por cierto, es mucho más elevado en nuestro país que en todos los demás encuestados.

Esto, por supuesto, no ha sido noticia, no es tema de debate, no ha tenido presencia en los medios tradicionales y no se ha vuelto “viral” en las redes sociales. En el clima colectivo de los medios, la clase política, el llamado “círculo rojo” y otros “líderes de opinión” este tema no ha sido importante. La pregunta es: ¿Debería serlo?

Parecería que la felicidad de los mexicanos no depende necesariamente de ese tipo de variables. De creerle a los medios de comunicación tradicionales y no tradicionales, el estancamiento económico, la disfuncionalidad del sistema incluyendo en ella las fallas en contener la violencia y la pobreza,  así como la deficiencia de apoyos sociales y de salud, nos deberían llevar a ser profundamente infelices. Pero no parece que sea así. Algunos grupos políticos creen de manera casi religiosa que los mexicanos estamos al borde de la insurrección y la explosión social; hay otros que apuestan a la profunda insatisfacción popular para crecer en su posición política. En cambio, estudios serios muestran otra cara de la moneda.

¿Cómo nos lo explicamos? ¿Será que los mexicanos somos irremediablemente masoquistas y que gozamos del infortunio? Lo dudo mucho: estamos locos, pero no tanto. ¿Será que hay una obscura conspiración para falsear esos resultados y hacernos creer que no estamos insatisfechos? De ser así, los artífices de esa conspiración le habrían dado mucha difusión a estos resultados en lugar de dejar que los datos queden medio olvidados en un documento académico, de escaso impacto público. ¿O será que los mexicanos ponemos nuestra felicidad en otras cosas, en ese gran campo de lo no explicado que señala este estudio?

¿Será acaso que ponemos nuestra felicidad en las cosas aparentemente pequeñas, pero que son tremendamente importantes en la vida diaria y son muy difíciles de medir científicamente? Cosas como la vida familiar, la amistad, el cariño y el amor. Los pequeños detalles que llenan nuestra vida: las atenciones, el apoyo de los amigos, el trato cortés. O la certeza de que, en la desgracia, la familia será solidaria y suplirá con creces a la deficiencia de los apoyos gubernamentales. O tal vez nuestro sentido de lo estético que nos permite disfrutar de lo bello en la naturaleza y en el arte popular. Nuestra capacidad de gozar y amar profundamente. Y aunque a algunos no les guste que se señale, nuestro profundo sentido de lo religioso, que nos permite ver con esperanza hasta los peores acontecimientos. No lo sé; estoy especulando. Reconozco de entrada que puedo estar totalmente equivocado, pero no lo creo.

Porque la felicidad no llega de golpe, con acontecimientos extremadamente importantes. Se va construyendo poco a poco y a lo largo del tiempo. Y depende más de nosotros que del entorno. Puede ser que la felicidad sea un hábito, que se edifica lentamente y que dependa solo en parte de la razón y en gran parte de la intuición y, aunque parezca raro, de la voluntad.

En mi opinión, es algo en lo que los gobiernos poco pueden hacer. Tal vez su mayor contribución es la de no crear obstáculos a la construcción de la felicidad. Dejar a la sociedad hacer su tarea sin pretender hacer la “ingeniería social” que tan contraproducente ha resultado.

Para nosotros, la ciudadanía, hay derechos y deberes en este campo. El derecho de que no nos estorben para alcanzar una felicidad duradera. Y el deber de ser felices, de contribuir a la felicidad de otros y de ser testigos de la felicidad que ocurre a nuestro alrededor. Para mí, esto último es fundamental. Ante este ambiente de pesimismo que los medios parecen construir y los políticos aprovechan para sus fines, la ciudadanía debe y necesita sembrar esperanza para poder tomar con sabiduría nuestras decisiones grandes y pequeñas.

@mazapereda

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