IGLESIA Y SOCIEDAD | Por Raúl LUGO RODRÍGUEZ |

El altar está en el centro de la asamblea. Es redondo, como el planeta. Está equilibrado, como el universo mismo. Hemos construido entre todos/as este altar. Hemos traído flores, frutas, plantas medicinales, plantas comestibles, productos cultivados en cada una de las regiones de quienes estamos participando en esta oración Kaqchikel.

Tinita resplandece en su atuendo maya. Inicia la oración explicándonos por qué el altar es como es, de qué manera está el universo todo representado en el altar: plantas, animales y la humanidad entera. Todo es un canto de acción de gracias universal a Aquél, Aquélla, que es el Corazón del Cielo y Corazón de la Tierra.

El día es propicio. En el calendario maya quiché es el 13 Ix, día para sentir, percibir y contemplar la energía y la fuerza vital de la Madre Tierra. Es día propicio para interiorizar la fuerza de la sabiduría, de la astucia en el trato con los demás y con la naturaleza toda.

Terminada la introducción nos colocamos todos/as en torno al altar. En cada uno de los cuatro rumbos (Lajk’in, Chik’in, Xaman y Nojol) hay un recipiente con agua. El altar representa el cruce de la realidad divina y la humana, del Corazón del Cielo y del Corazón de la Tierra. De oriente a occidente va el camino de Dios. Del norte al sur va el camino del ser humano. En el centro, las dos realidades se encuentran, se entrecruzan, conviven. El altar es un icono de nuestra relación con Dios.

Comenzamos mirando hacia el oriente. Encendemos la vela de color rojo, color del nacimiento de la vida. Mirando todos/as hacia donde sale el sol, contemplamos la naturaleza toda como una obra de vida, como brotes de esperanza. Todos los días la naturaleza nace. Todos los días tenemos nuevos retoños. Una persona enciende la vela roja que mira al oriente. Coloca algunas plantas medicinales como ofrenda. Dirige una oración emocionada de acción de gracias por el nacimiento, hace veinte años, de la Escuela U Yits Ka’an, por sus muchos brotes, por la dispersión de su semilla en los cuatro rumbos de la península, por su extensión hasta otras latitudes: Japón, Alemania, Colombia… pero sobre todo por los hijos e hijas que la Escuela va sembrando en todo el territorio maya. Hacemos todos/as una reverencia profunda hacia el oriente para agradecer la vida que nace.

Nos volteamos todos/as hacia el poniente, lugar donde se esconde el sol, donde Dios descansa. En silencio hacemos memoria de nuestros momentos de dificultad, de incertidumbre, de muerte, de lucha, los momentos difíciles que nos han ayudado a mejorar y a ir cambiando nuestro ritmo y nuestro estilo de vida. Para vivir se necesita morir. Alguien enciende la vela negra que mira hacia el poniente. Coloca las semillas que guardan la vida, pero que solamente la entregarán cuando mueran debajo de la tierra. Dirige una oración para agradecer las dificultades por las que ha pasado la Escuela en estos veinte años: las incomprensiones y los desprecios, los tropiezos que nos han hecho crecer. La oración tiene aire de esperanza: 20 años de dificultades nos confirman en este camino, nos hacen sentir que no andamos tan perdidos, que nuestro rumbo es cierto. Hacemos todos/as un profunda reverencia hacia el poniente, para agradecer los obstáculos que nos han hecho madurar.

Nos volteamos todos/as hacia el norte, lugar que nos recuerda nuestros orígenes, nuestras raíces, las abuelas y a abuelos que nos han precedido y a quienes les debemos rumbo. Hacemos memoria agradecida por todos los dones recibidos de la cultura en la que hemos nacido, de la herencia sagrada que nos han transmitido. Recordamos las generaciones que nos anteceden y que han cuidado amorosamente nuestra comunidad, nuestra milpa, nuestras montañas, nuestros bosques y nuestros manantiales y cenotes. Una persona enciende la vela blanca y coloca una ofrenda de frutas que comparten con nosotros su olor, su color y su sabor. Dirige una oración de agradecimiento por las abuelas y los abuelos con quienes estamos en impagable deuda. Agradece a las y los primeros fundadores de la Escuela, primeros alumnos, primeros promotores. Su testimonio sigue animándonos, sea el de quienes aún viven, sea de quienes, ya muertos, guardamos en nuestra memoria colectiva. Desgranamos en el silencio de nuestro corazón esa lista de nombres de quienes nos han precedido. Hacemos una reverencia profunda hacia el norte, lugar de nuestros ancestros.

Nos volteamos todos/as hacia el sur, lugar que nos refiere a los retoños, a las niñas y niños, a las y los jóvenes de nuestras comunidades, aquellos a quienes debemos una herencia de vida digna, de alimento sano, de vida armónica y feliz. Mirando al sur recorremos con la mente a las nuevas generaciones de nuestros pueblos, en cuyos corazones tenemos que sembrar la búsqueda de alternativas, a quienes les debemos eso que ahora llaman “justicia intergeneracional”, es decir, justicia para las generaciones venideras que también tienen derecho a disfrutar de este planeta cuando los que ahora rezamos ya no estemos en él. Una persona enciende la vela de color amarillo y coloca una ofrenda de coloridas flores. Su aroma se extiende por todo el recinto y sus colores llenan de vivacidad el altar. Son la promesa del fruto futuro. Hacemos una oración por nuestros niños y niñas, por nuestros/as adolescentes y jóvenes. Nos comprometemos en el silencio de nuestro corazón a no defraudarlos, a dejarles cimientos firmes frente a un mundo que se desmorona. Hacemos una profunda reverencia hacia el sur, lugar de los retoños.

Nos colocamos mirando hacia el centro del altar, en el cruce de lo humano y lo divino, de Dios Corazón del Cielo y Corazón de la Tierra. Una persona coloca en el centro del altar la ofrenda de una jícara del agua que da vida y enciende la vela azul. Da gracias a Mamá Papá Dios por su presencia, por su aliento que sentimos en el viento que nos roza, por su voz que oímos en el murmullo de las hojas y en el canto de los pájaros, por su caricia que experimentamos en la lluvia que moja nuestros campos. Agradece a Dios, Corazón del Cielo. Otra persona coloca en el centro del altar la ofrenda del incienso y enciende la vela azul. El humo del copal se dirige de la tierra al cielo y su perfume nos invade y nos subyuga. Dirige una oración para agradecer por la tierra que es acariciada por nuestros pies. Pide la gracia de no perder nunca el piso, la dirección, el rumbo. Lamenta en desastre que hemos hecho con la Madre Naturaleza y ofrece el compromiso de las hijas e hijos de U Yits Ka’an de trabajar para sanar la Tierra de sus heridas. Agradece a Dios, Corazón de la Tierra. Hacemos todos/as una reverencia profunda hacia el centro del altar.

Para terminar Tinita nos invita a tomar todos una vela y sembrarla dentro de uno de los cuatro recipientes de agua que marcan cada rumbo en el altar, aquel rumbo al que se incline nuestro corazón, que sintonice más con la experiencia que estamos viviendo ahora. Se reparten las candelas y cada uno, cada una, siembran su vela y se arrodillan para besar el altar. De rodillas ante el altar yo rehago mi compromiso, renuevo mi entrega. Terminamos danzando todos en círculo alrededor del altar. Nuestros pies acarician a la Madre Tierra mientras la música kaqchikel inunda el ambiente. Es el momento cumbre en que todo el cuerpo ora, no importa si sabemos bailar o no.

Al terminar la danza, Tinita nos invita a hacer una última reverencia saludando a Dios y a reverenciarnos unos a otros inclinándonos frente al que está a nuestro lado derecho y a nuestro lado izquierdo. Después todos nos damos un abrazo. Yo termino esta Eucaristía Caqchikel con el corazón henchido. No me hace falta nada más: tengo combustible para otros veinte años.

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